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La locomotora del oeste

Jorge Simón Yapor: del norte libanés a la pampa húmeda

Segunda parte 

   En tiempos de militancia en la Acción Católica Argentina, Simón concurría asiduamente al Centro Estrada, ubicado a escasos metros del templo mayor de la ciudad. Cuando allí concluían las reuniones, junto a algunos amigos frecuentaba la Confitería La Perla -en la esquina de 9 de Julio y Villarino-, hoy como ayer reducto de memorables veladas tangueras.

   Una noche se produjo un singular hecho policial, que tuvo como protagonistas a dos miembros de la colectividad. Así revive Simón aquellas escenas: “Al llegar a casa, una noche, como a las dos de la mañana, la encuentro a mamá con el teléfono. Le pregunté qué pasaba y me dijo que había un lío en la comisaría con dos paisanos que habían tenido problemas. ‘Llaman a ver si puede ir tu papá’, me dijo. Como ya era una persona grande, de más de setenta años, le dije: ‘No, ¡qué lo vas a estar llamando! Dejá que voy yo’. Llego y me encuentro con el oficial Bruni, con quien tenía amistad porque era pariente de los Cancelo. Y como con Cancelo somos amigos de años y años, dos por tres nos encontrábamos en la casa del ‘Bocho’ con los Bruni. Cuando llego, estaba Salomón Abraham, que era hincha de Huracán de Chivilcoy e iba a todos los partidos. Decía: ‘Yo en cancha no bago, borque soy socio putalicio. La deja entrar borque yo dirijo a la barra’. Vivía en la calle 25 de Mayo casi Coronel Suárez con Pedro Escándar, dos paisanos musulmanes. El problema vino porque Escandar había ido al cine a ver una película y, cuando volvió, Salomón -que estaba detrás de la puerta- agarró un palo y le pegó en la cabeza. Por supuesto, lo lastimó y lo tuvieron que llevar al Hospital. Le dieron dos o tres puntadas e intervino la policía. Entonces, Bruni me dice: ‘Quiero saber qué es lo que pasa, porque a este hombre no lo entiendo’. Lamentaba que no estuviera papá, pero le dije: ‘Dejá, que yo estoy práctico con esto’”.

   Y llegó el momento en que el agresor brindó su testimonio de los hechos. El hombre explicó a su manera: “Yo tenía una calienta. La cargó un brovincial y entonces fui al Yerri”. En su rol de traductor, Simón le explicó al oficial que una clienta le había encargado un corte de tela provenzal y que don Salomón, en su afán por ganarse la venta, fue a comprarlo al negocio de Jorge.

   “Corta un bedacito”, le pidió a Jorge, quien le sugirió que llevara la pieza entera, porque era bueno que la interesada –empleada de una panadería- viera las flores grandes que decoraban la tela.

   “Se lo llevó y le pidió el precio de cuatro pesos el metro –prosigue Simón-. ‘Voy a ver’, le dijo la señora, porque le habrá parecido un poco caro. El otro se entera, porque compraban el pan en la misma panadería, y le lleva la misma tela, pero en lugar de cuatro le pidió tres. Jorge se lo vendía a dos pesos y uno la ofrecía a tres y el otro a cuatro. La señora se la compró al que la vendía a tres y el otro se molestó porque le había hecho la competencia. Parece que, aparte de comprarle el pan, los dos estaban enamorados de la panadera y estaban haciendo méritos propios para tratar de conquistarla”, cuenta entre risas.

   Pero lo más jugoso de la historia llegaría después: “Bruni me dice: ‘¡Qué vamos a estar haciendo sumarios y demás, si viven juntos y mañana se arregla! Asústelo un poco. Ya estoy cansado de decirle que va a terminar en Sierra Chica. Vino dos o tres veces, siempre le digo lo mismo y siempre vuelve’. Yo le dije que se lo repitiera. ‘Bueno, Abraham, la última vez que te lo digo: ¡la próxima vez que vengas a la comisaría vas a terminar en Sierra Chica!’. Salomón Abraham me mira y dice: ‘ Ve baisano, siembre la está amenazando a mí. Ya muchas veces la dijo que va a cortar toda en bedacitos con una sierra chica’. Yo le expliqué: ‘No, Salomón, Sierra Chica es un penal’. Me mira serio y dice: ‘Deja joder, a esta hora las dos de la mañana y con el desbelote que la tenemos, lo único que falta es que nos bongamos a jugar al fúpbol’. Ahí terminó la reunión. ¡Qué iba a entender el paisano que un penal era una cárcel...!”.

El legado de Don Jorge

   Cuando Simón habla de su padre, se iluminan sus ojos y su voz se entrecorta entre una frase y otra: “A veces me acuerdo del viejo y qué se yo… Creo que si hubiera tenido estudio hubiera sido un filósofo, porque hacía comparaciones que son reales. El vivía en un pueblo montañés, Beit Mellat. En ese pueblo montañés él no veía la montaña, porque estaba viviendo en la montaña. Y cuando la quería ver, dice que salían con otro chico y caminaban, caminaban, caminaban, acompañados de un grande, hasta otro pueblo vecino que estuviera más alejado y recién ahí veían la montaña. En la Sagrada Escritura uno ve a Cristo que hablaba a través de parábolas y es característico en los árabes, especialmente en los libaneses, hablar de esa manera. Y me decía que vos estás viviendo al lado de alguien y como lo tenés al lado no lo ves. Y cuando lo perdiste, porque se murió, recién te acordás. Yo a mi padre ahora lo estoy viendo más grande de lo que en realidad era”, confiesa.

   “Cuando papá tenía diez años, no sé con qué paisano fue –si con Juan Samara o el abuelo de ‘Pampa’ Cura- hizo un giro en la Embajada del Líbano y trajo al padre y a la madre. Vivió en la calle Alem -que en esa época era Echeverría- y Alsina. Ahí había un galpón, donde vivían ocho o diez árabes. Uno de sus amigos vivía ahí. Siempre se quedaba uno y los ocho o nueve restantes salían a vender. Pero siempre muy respetuosos de la zona que tenía cada uno. Me acuerdo que en las vacaciones papá nos llevaba a nosotros en la jardinera. Una vez le dije: ‘Papá te pasaste esta casa’; me respondió: ‘No; ahí viene don Emilio’. Y ahí iba don Emilio Aré, quien a su vez hacía lo mismo. No era un acuerdo; no había nada firmado, pero respetaban al cliente de uno y de otro”, destaca.

   Don Jorge andaba solo. El que le daba los “cachivaches” para vender, para que no cometiera errores, a él y a los demás “baisanos” les decía que vendan “todo a veinte”, consejo que los “turcos” transformaron en la popular expresión ‘tudo a vinte’. Simón todavía no se explica “cómo hizo” Jorge vendiendo por monedas, con tan solo ocho años, para reunir el dinero que le permitió traer a sus padres al país.

La tienda y la jardinera

   En aquella época, muchas operaciones de compra-venta se realizaban por medio del trueque. Era muy común que los vendedores de origen árabe intercambiaran ropa, tela y artículos de tocador por comestibles y productos de granja. Para establecer los términos del intercambio, todas las mañanas anotaban las cotizaciones de los diferentes mercados, que difundía un programa que iba de 7 a 8 por la desaparecida Radio Porteña.

Con el trabajo de venta ambulante llegó el progreso y así fue que Jorge fundó, en junio de 1916, la Tienda San Jorge. Inicialmente, este tradicional comercio del barrio de la Plaza Mitre estuvo en Río Juramento y Pringles, hasta que en 1920 se trasladó a su actual dirección de Rossetti y Pringles. Años más tarde, la bonanza le permitió también “motorizarse”: “Con mi tío, Fortunato Cura, hizo un viaje hasta La Pampa en un tren de carga, porque no tenían plata para ir. Hicieron una juntada de maíz y con lo que juntaron, papá compró una jardinera usada en la Herrería Petrella, que estaba en la calle Moreno. Mi tío Fortunato le hizo hacer en la parte de abajo una especie de cajón con alambre tejido, porque él recibía en pago, aparte de huevos, pollos y gallinas. Papá no recibía pollos porque acá no tenía lugar para esperar que alguien viniera a comprarlos. Fortunato, en cambio, tenía una quinta. Esa jardinera duró una punta de años hasta que en un momento determinado, allá por los años ‘40, hicieron hacer dos jardineras nuevas”, refiere Simón y luego continúa con su apasionante relato: “Fortunato llegó después que papá, pero ya tenían vinculación, porque la familia Cura y la familia Yapor eran del clan Gaia. En el clan Gaia estaban, además, los Elías y los Abraham. En la organización patriarcal alguien era el jefe de la familia y, en este caso, el jefe era Gaia. Papá no les tenía mucha simpatía porque, según contaba, no procedieron bien con él. Mi abuelo y mi abuela tenían que trabajar; papá era chico, tendría 4 o 5 años y lo utilizaron para que cuidara los chanchos. Dormía en un galpón y eso le quedó grabado, por el maltrato que había tenido, máxime haciendo alarde de que eran del mismo clan o la misma familia. Papá ni quería verlos y siempre aclaraba que él era Yapor Abraham y nosotros, Yapor Cura”.

   Simón Yapor está casado con Elisa García Gesteira (“Ñata”). Tiene tres hijos -Carlos, Horacio y Enrique-, nueve nietos y un bisnieto que, fiel a la tradición familiar, lleva por nombre Simón.

 

 

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