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La locomotora del oeste

Los árabes en Chivilcoy

Jacinto Elías, aquel vendedor ambulante

“Llevaba una valijita con ropa, peines, jabones, talco y algunas cosas que fabricaba mi abuela”, recuerda su nieta, Marta Elías.

 

Por José Yapor

 

   Jacinto Elías fue un inmigrante de origen libanés, que muchos vecinos recuerdan por su actividad  como vendedor ambulante en las calles de la sección tercera y el barrio sur.

   El canillita Jorge Genta, con esa oratoria encendida que lo caracterizaba, lo recordaba como “un hombre delgado, alto –de un metro ochenta-, de una gran ternura, que siempre calzaba alpargatas y caminaba por las calles ofreciendo cintas, hilos, dedales, elásticos y todo lo que necesitaba el ama de casa para los remiendos”.

   Sobre su llegada al país, su nieta, Marta Elías, comenta: “En el Líbano había guerra. Mi abuelo y su hermano tenían la edad para el servicio militar. Entonces, mis bisabuelos los embarcan para la Argentina. Acá tenían una conexión con los Aré, de Casa La Central. Mi abuelo tenía mucho miedo, porque de chico había visto otras guerras. Entonces, sube el hermano y cuando le preguntan cómo es el apellido dice ‘Hachem’. El verdadero apellido era ese. Mi abuelo, por miedo a hacer el servicio, dio el apellido de su madre y les dijo ‘Elías’. Y así lo anotaron como Jacinto Elías. Cuando llegaron a la Argentina, no quiso que le cambiaran el apellido que figuraba en el pasaporte, por miedo a que lo llamaran para la guerra. Los años pasaron y siguió con el apellido Elías. Cuando hicieron sus documentos argentinos, los dos hermanos quedaron con apellidos diferentes. Siempre decían que si hubieran tenido alguna herencia de los Hachem, a mi abuelo no le tocaría nada”.

   “Acá conoció a mi abuela, de apellido Giaccone, y se casan –relata Marta-. Ella era muy joven. Vivían en la calle Brandsen 440, en el Barrio del Pito. Mi abuelo criaba gallinas y salía con una canasta a vender pollos, gallinas y huevos. Cuando iba al campo en una jardinera, daba toda la vuelta por las quintas y volvía al mes. Llevaba una valijita con ropa, peines, jabones, talco y algunas cosas que fabricaba mi abuela. Mi abuela cosía calzoncillos y bombachas de campo para la Tienda La Princesita, de la familia Salomón”, explica.

   Y la familia creció: “Primero nace mi tío, Luis, y luego mi papá, Adolfo. A mi abuela la trajeron de Sicilia, junto con sus siete hermanos. Mi abuela se jubiló como costurera y mi abuelo dejó la jardinera, pero siguió vendiendo con las valijas. Andaba con su valija y un bolso grande. Recorría todas las quintas a pie. La otra vez una señora me dice: ‘Me acuerdo del Turco Elías, que andaba vendiendo ropa’. Era alto, de bigotes y morocho. Mi tío era morocho como él y mi papá, rubio y de ojos celestes, igual que mi abuela”, describe.

   Cuenta que “mi abuelo iba a visitarnos desde su casa de la calle Brandsen hasta cerca de la cancha de Gimnasia, a pie. Tenía locura con mi hijo, Gabriel, porque le hacía recordar a mi papá, por sus ojos. Decía: ‘Este es turco, turco’. Gabriel tomaba la comunión en el ’82 y yo le dije: ‘Mirá que el domingo tenés que venir, porque Gabriel toma la comunión’. Me dice: ‘Sí, Negrita, yo voy a venir desde la mañana’. El martes, en la esquina de la Clínica del Carmen, un auto lo llevó por delante y murió. Tenía ochenta y nueve años”, precisa.

   “Mi mamá vivía en la calle Coronel Suárez cuando se pone de novio con mi papá –continúa-. Cuando se casan, se van a vivir a la calle Rossetti, junto con mi abuela y mi tío, Felipe Juárez, hermano de mi mamá. Un día,  mi abuelo fue a visitarlos y ve que salía don Jorge Yapor en un charré. Entonces, lo mira y dice: ‘Ese es baisano mío’. Mi papá le dice ‘no sé’. Mi abuelo lo llama y empezaron a hablar en el idioma de ellos. Como hablaban fuerte, la gente que pasaba creía que estaban peleando y al rato, cuando se acordaban de algo, largaban la carcajada. De ahí en adelante, pasaron tardes enteras conversando”, concluye Marta Elías.

Un legado que se mantiene en pie

Eduardo Debaisi contó las historias que sus padres libaneses, Casem y Nayala, escribieron en Coronel Mom

 

   Casem Hesein Debaisi nació en el Líbano, en 1895, y llegó a nuestro país en 1914. Establecido en la vecina localidad de Coronel Mom (Partido de Alberti), formó matrimonio con Nayala Sapag, libanesa como él. De esa unión nacieron cinco hijos: Ismael Adib, Haydee Adibe, Eduardo Fued, Yolanda Nélida y Amelia Adman.

   En una tarde otoñal de sábado, en medio de la calma característica de los pueblos de campaña,  Eduardo contó a CLIP los principales sucesos que fueron marcando la rica historial familiar.

   “A mi papá lo apodaron Federico. Vino en el año ’14, por intermedio de unos amigos. Llegó a Buenos Aires y salió al interior a buscar trabajo. Su oficio era herrero. Llegó a O’Higgins (Partido de Chacabuco). Estaba desesperado, porque no tenía para comer ni para dormir. Andaba de un lado al otro y veía que el círculo se le cerraba. Tenía un temperamento terrible. En una herrería, vio que un herrero estaba fraguando el eje de un carruaje. El le hacía señas, pero el hombre no lo entendía y lo echaba. En la desesperación, se metió, le sacó el martillo y empezó a hacer el trabajo. Ahí, el herrero se dio cuenta de que sabía. Midió el eje y lo hizo un poquito más grande, porque el calor dilata y después se contrae. Lo tuvo un tiempo, pero después un paisano de acá que tenía una tienda, de apellido Salomón, le empezó a dar mercadería para que saliera a vender al campo. Y salió con un atado de ropa y un cajoncito lleno de chucherías. Fue a parar a un campo de Lasala, que está en (Coronel) Segui. Se hizo querer mucho y la madre de Lasala –María Francisca-, una persona mayor, lo empezó a querer como si fuese un hijo. Papá le daba toda la plata a ella y, cuando iba a comprar a Buenos Aires, le pedía la plata. Así estuvo mucho tiempo ahí. Y lo que es la vida… Una bisnieta de ella se casó con uno de mis hijos y tengo una nieta de ese matrimonio. Parece mentira… ¡Qué historia linda!”, relata Eduardo.

   Comenta que “en los años ’20, ya estaba arraigado en el negocio y empezó a alquilar una casa. Tenía como socio a un tío mío, que se llamaba Jacinto Debaisi. En 1926, se casó con mi madre, a quien conoció por referencia en Buenos Aires. Ella estaba en Necochea y se casaron en Juan N. Fernández (Partido de Necochea). Luego se vinieron para acá y tuvieron cinco hijos”.

   Debaisi destaca que don Casem “empezó a ahorrar y a girar al Líbano libras esterlinas y francos. Así pudo comprarle la casa a la madre. Además de la tienda, papá juntaba maíz. Cuando empezó, todos lo cargaban amablemente. Después de un tiempo, como tenía mucho amor propio, logró arrimarse al ritmo de los demás y jugaban carreras y a veces las ganaba. Se conectó con paisanos de él en Buenos Aires y comenzó a ir a la embajada. El siempre decía que quería vivir y morir acá, porque era muy agradecido del país. Tenía una letra muy linda y hablaba muy bien el español. Los paisanos le pedían ayuda y consejos comerciales. Ayudó a todos a poner sus negocios. El estaba muy reconocido en todos lados. Tenía una cultura de la decencia terrible”, subraya.

   “Fue representante del Hospital Sirio Libanés, porque fue uno de los que aportó para la construcción –continúa-. Casi todos los paisanos eran socios y él cobraba la mensualidad. Estaba muy reconocido y de la embajada le mandaban notas y cartas. A los paisanos de Coronel Mom que tenían algún problema los conectaba con la embajada”.

   Asegura que “en la década del ’30, en la época de la crisis, la tuvo que aguantar. No era fácil mantener a cinco hijos, pero en aquella época el pantalón del mayor y los zapatos del mayor pasaban a los más chicos. Se producía todo; le gustaba mucho hacer la quinta y criar gallinas. Compraba chanchos y después los facturaba. Mamá siempre recordaba que allá usaban la cola del cordero, que es pura grasa, para cocinar trozos de carne, que después ponían en barricas de madera para el invierno. Acá hacía lo mismo con carne de vaca. También preparaba las comidas típicas”, recuerda.

   Fiel portador de las tradiciones de sus antepasados, Eduardo cuenta que “mis sobrinos que viven en Buenos Aires, me dicen: ‘Tío, cuando vaya a (Coronel) Mom no preciso decírtelo; tenés que hacer el kebbe, porque lo hacés de una forma especial’. Yo veía cómo lo hacía mamá, le tomé la mano y tengo paciencia para hacerlo”, apunta.

   Durante décadas, Eduardo Debaisi alternó la atención del negocio familiar, ubicado en una esquina frente a las vías del ferrocarril, con su trabajo en la Cooperativa de Electricidad de Coronel Mom Limitada, entidad de la que fue socio fundador, gerente y presidente del consejo administrador.

 

Por José Yapor

 

“Estoy orgullosa de ser hija de árabes”

Alicia Homsi recordó a su padre, Issa Melhem, quien arribó al país cuando tenía catorce años.

 

   “Mi mamá vino de Jerusalén y mi papá de Damasco. El vino solo. Estaba enamorado de una chica jovencita, mi mamá, y entonces ‘hizo la América’ acá y volvió con plata. Se casó con mi mamá. Los padres de mi mamá le decían que no, porque era un hombre grande. Una vez casados vinieron a la Argentina. Mi papá era mundano. Vivió en Italia, en Chile, en Bolivia y en Brasil. Agarraba todo y se lo llevaba, pero después tenía que poner mucho en la aduana y se descapitalizaba”, relata Alicia Homsi.

   Su padre, Issa Melhem Homsi, se casó con Anulith Antón. Sus hijos fueron Amelio, Adel, Clotilde, Alicia, Abel (‘Lito’), Héctor y Lidia Ester.

   “Mi papá vino como polizón, siendo muy chico, con catorce años. Volvió con bastón, sombrero y virola de oro para conquistar a mi mamá. Primero se estableció en Lincoln, donde nacimos tres hermanos. Después pasaron a General Pinto, donde había muchos Homsi, parientes nuestros. Ahí nació el más chico, Héctor”, explica.

   “La casa de los Homsi fue en Tuyutí 449, la calle que ahora se llama Miguel Calderón. Mantenía contacto con familiares, con quienes se escribía cartas. Mi mamá tenía un hermano cura, que vino a vernos, y otro maestro. Ella era de familia más paqueta que él. No conocí a ningún abuelo”, cuenta Alicia.

   Define a su padre como “un intelectual”, que “leía La Prensa y comentaba las noticias con todos los hijos” y de él rescata “la honestidad que nos inculcó. Nos educó bien, con mucha honradez, que para él era lo principal. Estoy orgullosa de ser hija de árabes”, remarca.

   Al hablar de sus actividades, señala que don Homsi “tuvo una mercería grande, en la esquina de la casa. Había un salón grande y también cortaba el pelo. Cuando era joven, en un Ford color verde con capota, salía a vender por los alrededores de Chivilcoy. Cuando falleció papá, nadie continuó con el negocio. Mis hermanos fueron relojeros y joyeros”, agrega.

   Lo describe como un hombre “delgado, alto y de ojos claros. En el barrio le decían ‘Don Homsi’ y todos lo querían mucho. Allá hay un pueblo que se llama Homs y dicen que de ahí sacaron el apellido”, asegura.

  “Murió a los setenta años de un aneurisma de aorta abdominal, en 1961 –precisa Alicia-. Abelito, el joyero –que era muy famoso en Chivilcoy-, adquirió la misma enfermedad que mi papá, pero a los cuarenta y dos años. Fue un gran dolor para mí, porque lo veía todas las mañanas y él venía a mi casa todas las tardes a ver a los chicos. ‘Lito’ fue el que reemplazó al padre entre todos nosotros”, recuerda.

   Alicia está casada con Juan José Corraro. Sus hijos son Pablo Mariano, Juan Fernando y Marcelo Fabián. Tiene seis nietos.

 

Autor: José Yapor

“Vino, como todos, a buscar una situación mejor”

Miguel Huebes, inmigrante del sur libanés, en el recuerdo de sus hijas Nélida Yolanda y Elba Regina

 

   Procedente de Aalma, municipio del sur del Líbano, Miguel Huebes llegó a la Argentina en 1911, cuando era apenas un joven de dieciséis años. Del matrimonio que formó con Carmen Antogna nacieron ocho hijos: Miguel Angel, Abraham Ramón, Juana, Rosario, María Elena, Nélida Yolanda, Elsa Haydée y Elba Regina.

   Los testimonios de Nélida Yolanda y Elba Regina ayudan a reconstruir la historia de una familia de hondo arraigo en la comunidad chivilcoyana, que involucra también a las localidades de Moquehua y Ramón Biaus.

   “Mi papá nació el 29 de septiembre de 1895. Vino como todos los inmigrantes de aquella época: a buscar una situación mejor que la que tenían en sus países. A los trece o catorce años empezó con el fardito al hombro. Cuando se casó con mi mamá fueron a vivir a Moquehua y después pasaron a Ramón Biaus. Cuando fue haciendo una posición más o menos holgada, compró dos casas y se vinieron a vivir a Chivilcoy”, comienza su relato Nélida.

   “Acá vivieron hasta el final de sus vidas –comenta-. Hicieron una familia, con ocho hijos, seis mujeres y dos varones. Así fue la historia de ellos: siempre trabajando. Tuvimos una tienda en la avenida Villarino y Saavedra, que se llamaba ‘Del Carmen’, y otra en Buenos Aires, que después se vendió. Cuando cerró la tienda de la Villarino, papá estaba haciendo los trámites para jubilarse. Fue allí cuando falleció”.

   Recuerda Nélida que “teníamos como vecinos a otros miembros de la colectividad, como los Posik, Salomón y Aré. Estaban todos por esa zona”.

   Describe a su padre como “un hombre muy callado, muy para adentro. Uno se daba cuenta por sus actitudes lo que sentía por sus hijos y su mujer. En todos los años de casados, nunca se los vio discutir. Fue un matrimonio muy bien llevado. Los hijos que quisieron estudiar, estudiaron, y los que no, estuvieron muy preparados para llevar una casa. Gracias a Dios y a ellos fuimos muy bien cuidados”, agradece.

   “Usted se daba cuenta del amor que sentía por sus hijos, pero todo para adentro –insiste-. Si alguien se enfermaba, se sentaba al lado de la cama donde uno estaba enfermo y ahí se quedaba. Si uno viajaba a Buenos Aires, se paseaba en la vereda hasta que uno llegara. Era muy de cuidar a sus hijos”, recalca.

   “Se escribía con un hermano, que del Líbano se fue a vivir a Australia. Después todo se cortó”, lamenta.

   En relación con la actividad comercial que desarrolló Miguel Huebes, su hija cuenta que “cuando vinimos de Ramón Biaus, mi papá puso el negocio en la 25 de Mayo y después, cuando compró la casa, en Bolívar y Olavarría. De ahí nos fuimos a Buenos Aires, en la época del ’45, pero ni mi papá ni mi mamá se adaptaron. Cuando volvimos, como teníamos la casa alquilada, alquilamos en la Villarino, donde estuvimos hasta que él falleció”.

   “En la tienda estaban él y mi mamá. Yo nací en Ramón Biaus y el resto de los hermanos, acá. Estuve en Biaus hasta los tres o cuatro años. Allá había un primo segundo de mi papá. Eran muy pocos de familia. Había, además, otro primo en Buenos Aires y una prima. Mis dos hermanos varones no tienen hijos varones; así que parece que el apellido por ahí se termina”, lamenta.

   Nélida Yolanda se destaca en la preparación de comidas árabes, a tal punto que asegura que “cuando mis sobrinos quieren comer algo, vienen acá y les preparo el kebbe con el mortero. También preparo el repollo relleno, que antes también hacía con hojas de parra. También el yatro, con lentejas, cebollas y burgo candeal. Mi mamá le preparaba a mi papá el laben”, recuerda.

 A modo de homenaje

    Algunos meses antes de su imprevista partida, Elba Regina acercó sus propias vivencias sobre el pasado familiar. Contaba en aquellos primeros meses de 2011 que “yo siempre supe que mi papá, cuando llegó a la Argentina, tenía dieciséis años. También sabía que nació en el año 1895, pero de acuerdo a la partida de nacimiento que me llegó después, nació en el ‘96. O sea que en esa época los datos que se tenían no eran precisos; eran datos que daba Migraciones, que fabricaban ellos y no siempre reflejaban la realidad. Uno se enteró de eso después, cuando recibió documentos por algún motivo”.

   “Mi papá vino con un primo que se llamaba Ramón y vivió en Ramón Biaus. Cuando mi padre vino a Chivilcoy, empezó a trabajar con su mochilita al hombro, como todos los libaneses o árabes, en el campo. Después, corriendo el tiempo trabajó muy bien, conoció a mi madre, que era italiana, y se casaron. Pusieron negocio, primero en Ramón Biaus, después en Chivilcoy y después en Buenos Aires. Con el tiempo, debido a todos los tumultos que había en los años ‘44 y ‘45, se volvió a Chivilcoy porque prefería estar más tranquilo. Volvió a Chivilcoy y puso negocio. Trabajó casi hasta que murió. La primera tienda la tuvo en Bolívar y Olavarría, que era nuestra casa paterna y después, cuando volvimos de Buenos Aires, fuimos a la avenida Villarino frente a la Escuela 4. Era cómico, porque teníamos a los Salomón enfrente, a un Posik a la cuadra y a otro Posik en la otra cuadra. O sea que estaba toda la colectividad en término de tres o cuatro cuadras. Ahí estuvo hasta que falleció”.

   Por su condición de hermana menor, Elba Regina recordaba que don Miguel solía decirle con cariño que era “la borra de la familia”.

 El negocio

   En aquella cálida conversación, que transcurrió en el local de la Mercería ‘Regina’ –a metros del cuartel de Bomberos Voluntarios-, recordaba los pormenores de las actividades comerciales de su familia: “El negocio era esquina, pero la parte larga estaba sobre Villarino. Tenía dos grandes vidrieras y dos mostradores grandes. Era un negocio muy bien puesto. Mi papá viajaba a Buenos Aires para comprar mercadería en forma permanente. Para nosotros era una fiesta cada vez que llegaban los cajones con la mercadería. Empezar a ver qué había traído era la curiosidad. Toda esa gente que era clienta de él en el campo, venía a Chivilcoy a comprarle. Mi mamá cosía las bombachas de campo a toda la gente de allá, de aquella zona”, agregaba Elba Regina.

 

Abraham Daud: un palestino que vivió en La Rica

Su hija, Ofelia Elodina, recordó su infancia en la vecina localidad, cuando su padre salía a vender por los campos de la zona.

 

   “Mi papá, por lo que yo sé, vino cuando tenía diecisiete años. Nació en Palestina y dejó allá madre, padre y dos hermanos: José y Neda. Siempre contaba que cuando se despidió de su familia, la madre se quedó llorando. Vino escondido en el barco, sin pagar boleto, y no sé cómo vino a parar a La Rica”, relata Ofelia Elodina Daud.

   Su padre, Abraham Ramón Daud, se casó con Josefa Rasquin y de esa unión nacieron Nélida, Emilce, Ofelia y Roberto José.

   “Nosotros nacimos todos en La Rica –indica Ofelia-. Papá no sabía leer ni escribir y le enseñó un tal Augusto Reynes. Tuvo tienda y era marchante; cargaba a la espalda esos fardos grandotes, enormes, y salía a pie desde La Rica hasta cerca de San Sebastián. Iba a vender a las estancias con dos fardos”, acota.

   Ofelia explica que su padre “como buen inmigrante, progresó y compró caballo y charré” y lo definió como “un hombre muy progresista, que tenía su vivienda, una quinta y su caballo en La Rica”.

   En cuanto a las costumbres de Abraham Daud, cuenta que “le gustaba vestir de botas, pañuelo al cuello y bombacha” y, además, “comer la yema del huevo crudo, sacándole la clara”.

   Allá en La Rica, “la tienda estaba enfrente del antiguo almacén de López Lastra. Era la única que había en el pueblo y no tenía nombre. La casa estaba pegada al negocio. Tenía de todo: ropa de campo hasta hilos de coser y agujas. Muy bien puesta”, asegura.

   Periódicamente aquel inmigrante “venía a Chivilcoy, porque tenía sus amistades y visitaba la tienda del ‘Turco’ Amado, en la avenida Sarmiento. Se había comprado una chatita y nos traía una vez a cada uno de los hijos”.

   A modo de anécdota, recuerda que “mi mamá se enojaba cuando iban los paisanos a visitarlo a La Rica, porque ellos hablaban en su idioma. No le gustaba porque decía que no sabía de qué se trataba”, justifica.

   La temprana muerte de su padre cambió abruptamente la dinámica de la vida familiar, a tal punto que su madre decidió dejar La Rica para seguir adelante con la crianza de sus hijos. “Cuando falleció mi papá, en 1939, mi mamá era una mujer joven y tenía que seguir trabajando para criar a sus cuatro hijos. Vivimos frente a la Plaza Moreno, hasta que hizo los trámites y vendió en La Rica”, concluye.

   Ofelia se casó con Juan Antonio Battista. Del matrimonio nacieron José María, Gustavo Antonio y Marta Ofelia. Con orgullo, cuenta que tiene ocho nietos y una bisnieta.  

Autor: José Yapor 

“Los de la colectividad nos conocíamos todos”

Armando Daude destacó el trato cordial que existía entre las distintas familias de origen árabe en nuestra ciudad.

 

   Del matrimonio que conformaron Miguel Daude y Emilia Jorge, nacieron Alfredo, Teresa, Floro, Ismael, José, Eduardo, Delia, Siria y Armando.

   Fue justamente Armando quien contó los principales hechos de una historia familiar que comenzó a escribirse en Gorostiaga, cerca del arroyo Las Saladas.

   “Tanto mi padre como mi madre vinieron de Siria. Los presentó mi tío, el hermano de mi madre, que a mi papá ya lo conocía. Antes los paisanos se presentaban así”, explica.

   “Cuando yo era muy chico, vivíamos en Gorostiaga, donde mi padre salía a vender ropa en el charré. Vivimos en el campo de los Mora, que quedaba pasando Las Saladas. Después nos vinimos a Chivilcoy, al Barrio del Pito, al famoso Barrio del Pito. La casa estaba en la avenida 22 de Octubre y Brandsen. A mi madre la conoció en Buenos Aires, cuando ella vino con el hermano”, cuenta Armando.

   “Con lo que vendía en el recorrido que hacía por el campo, ganaba el sustento para la familia. Mi mamá tenía demasiado trabajo en la casa. Algunas veces papá tardaba una semana en volver. Mi hermano Emilio hizo el mismo trabajo que mi padre, hasta que falleció. Mucho tiempo salió en jardinera con dos caballos. Yo era chico y le abría el portón. Recuerdo que muchas veces se llevaba por delante el tapial con la jardinera y lo volteaba. Emilio domaba animales. Después se fue modernizando y compró una camioneta. Con los años fue cambiado los vehículos. Tenía mucha clientela y mucha gente conocida, en las localidades de la zona que siempre visitaba. Emilio tenía gallos de raza, participaba en las exposiciones y sacó muchos premios”, recuerda.

   Y continúa el relato: “En la época de cosecha íbamos a juntar maíz. Lo hacían más los italianos, pero también iban muchos árabes, porque había poco trabajo. En Chivilcoy, los de la colectividad árabe nos conocíamos todos y nos tratábamos siempre con ese respeto que nos daba la convivencia de muchos años. Acá cerca estaba Maizú, que para mi era como un hermano. Con los Salomón siempre nos tratamos como primos. De los once hermanos quedamos dos: Delia y yo. Somos familiares de los Jorge, de la Plaza Mitre. Los mayores han fallecido y han quedado los sobrinos y nietos”, agrega.

   Entre sus primos de apellido Jorge, menciona a Ernesto, Floro, Juan Carlos (‘Catuto’) y ‘Ñata’, hijos de Domingo.

   María Inés Coviello, esposa de Armando, también aporta sus recuerdos de otros inmigrantes de origen árabe: “Nosotros vivíamos en la quinta de mis abuelos Coviello, en la calle Laprida al 900, que todavía está. Pasaba en jardinera don Fortunato Cura, creo que una vez por semana. ¡Qué buena persona que era! Un hombre muy respetuoso. Le comprábamos cosas que él llevaba y, a su vez, le sabían vender gallinas y huevos. También solía ir don Jacinto Elías, que vendía hilos y llevaba una canasta grande. Cuando él iba, yo ya era grande y cosía. Como estábamos en la quinta, los esperábamos y sabíamos el día en que vendrían. ¡Qué cosa distinta a lo de ahora! Tenían un trato especial; eran muy amables y muy cariñosos. Nosotros éramos chicos y los esperábamos”, finaliza.

El embajador libanés recibió a José Yapor

En las próximas semanas, difundirá en el Líbano el libro de reciente edición.


El embajador de la República del Líbano en la Argentina, Hicham Hamdan, recibió en la sede diplomática al periodista José Yapor, autor del libro “Libaneses y sirios en Chivilcoy”, de reciente edición.
   Durante el encuentro, que se produjo el pasado viernes 13 por la mañana, Hamdan elogió la iniciativa, se interiorizó sobre el desarrollo del proyecto y adquirió una importante cantidad de ejemplares para distribuir en el Líbano, durante la visita que emprenderá en las próximas semanas. Asimismo, invitó al autor chivilcoyano a presentar su libro en instituciones con sede en Capital Federal, en actos culturales previstos para los meses de septiembre y octubre próximos.
   El diplomático, que cumple funciones en nuestro país desde el año 2000, destacó que trabaja en la creación de un centro que promueva el intercambio binacional en materia de cultura, arte, educación, ciencia y tecnología.
   Cabe recordar que “Libaneses y sirios en Chivilcoy” fue presentado el sábado 16 de junio, en el Museo de Artes Plásticas “Pompeo Boggio”, ante un importante marco de público. La obra documenta la llegada, el arraigo y la actuación de los inmigrantes de origen árabe que llegaron al país hace cien años. Debido a la rápida aceptación que tuvo el libro, el autor proyecta realizar una segunda edición ampliada.


Publicado en Diario La Campaña, Lunes 16/7/12

Jorge Simón Yapor: del norte libanés a la pampa húmeda

Segunda parte 

   En tiempos de militancia en la Acción Católica Argentina, Simón concurría asiduamente al Centro Estrada, ubicado a escasos metros del templo mayor de la ciudad. Cuando allí concluían las reuniones, junto a algunos amigos frecuentaba la Confitería La Perla -en la esquina de 9 de Julio y Villarino-, hoy como ayer reducto de memorables veladas tangueras.

   Una noche se produjo un singular hecho policial, que tuvo como protagonistas a dos miembros de la colectividad. Así revive Simón aquellas escenas: “Al llegar a casa, una noche, como a las dos de la mañana, la encuentro a mamá con el teléfono. Le pregunté qué pasaba y me dijo que había un lío en la comisaría con dos paisanos que habían tenido problemas. ‘Llaman a ver si puede ir tu papá’, me dijo. Como ya era una persona grande, de más de setenta años, le dije: ‘No, ¡qué lo vas a estar llamando! Dejá que voy yo’. Llego y me encuentro con el oficial Bruni, con quien tenía amistad porque era pariente de los Cancelo. Y como con Cancelo somos amigos de años y años, dos por tres nos encontrábamos en la casa del ‘Bocho’ con los Bruni. Cuando llego, estaba Salomón Abraham, que era hincha de Huracán de Chivilcoy e iba a todos los partidos. Decía: ‘Yo en cancha no bago, borque soy socio putalicio. La deja entrar borque yo dirijo a la barra’. Vivía en la calle 25 de Mayo casi Coronel Suárez con Pedro Escándar, dos paisanos musulmanes. El problema vino porque Escandar había ido al cine a ver una película y, cuando volvió, Salomón -que estaba detrás de la puerta- agarró un palo y le pegó en la cabeza. Por supuesto, lo lastimó y lo tuvieron que llevar al Hospital. Le dieron dos o tres puntadas e intervino la policía. Entonces, Bruni me dice: ‘Quiero saber qué es lo que pasa, porque a este hombre no lo entiendo’. Lamentaba que no estuviera papá, pero le dije: ‘Dejá, que yo estoy práctico con esto’”.

   Y llegó el momento en que el agresor brindó su testimonio de los hechos. El hombre explicó a su manera: “Yo tenía una calienta. La cargó un brovincial y entonces fui al Yerri”. En su rol de traductor, Simón le explicó al oficial que una clienta le había encargado un corte de tela provenzal y que don Salomón, en su afán por ganarse la venta, fue a comprarlo al negocio de Jorge.

   “Corta un bedacito”, le pidió a Jorge, quien le sugirió que llevara la pieza entera, porque era bueno que la interesada –empleada de una panadería- viera las flores grandes que decoraban la tela.

   “Se lo llevó y le pidió el precio de cuatro pesos el metro –prosigue Simón-. ‘Voy a ver’, le dijo la señora, porque le habrá parecido un poco caro. El otro se entera, porque compraban el pan en la misma panadería, y le lleva la misma tela, pero en lugar de cuatro le pidió tres. Jorge se lo vendía a dos pesos y uno la ofrecía a tres y el otro a cuatro. La señora se la compró al que la vendía a tres y el otro se molestó porque le había hecho la competencia. Parece que, aparte de comprarle el pan, los dos estaban enamorados de la panadera y estaban haciendo méritos propios para tratar de conquistarla”, cuenta entre risas.

   Pero lo más jugoso de la historia llegaría después: “Bruni me dice: ‘¡Qué vamos a estar haciendo sumarios y demás, si viven juntos y mañana se arregla! Asústelo un poco. Ya estoy cansado de decirle que va a terminar en Sierra Chica. Vino dos o tres veces, siempre le digo lo mismo y siempre vuelve’. Yo le dije que se lo repitiera. ‘Bueno, Abraham, la última vez que te lo digo: ¡la próxima vez que vengas a la comisaría vas a terminar en Sierra Chica!’. Salomón Abraham me mira y dice: ‘ Ve baisano, siembre la está amenazando a mí. Ya muchas veces la dijo que va a cortar toda en bedacitos con una sierra chica’. Yo le expliqué: ‘No, Salomón, Sierra Chica es un penal’. Me mira serio y dice: ‘Deja joder, a esta hora las dos de la mañana y con el desbelote que la tenemos, lo único que falta es que nos bongamos a jugar al fúpbol’. Ahí terminó la reunión. ¡Qué iba a entender el paisano que un penal era una cárcel...!”.

El legado de Don Jorge

   Cuando Simón habla de su padre, se iluminan sus ojos y su voz se entrecorta entre una frase y otra: “A veces me acuerdo del viejo y qué se yo… Creo que si hubiera tenido estudio hubiera sido un filósofo, porque hacía comparaciones que son reales. El vivía en un pueblo montañés, Beit Mellat. En ese pueblo montañés él no veía la montaña, porque estaba viviendo en la montaña. Y cuando la quería ver, dice que salían con otro chico y caminaban, caminaban, caminaban, acompañados de un grande, hasta otro pueblo vecino que estuviera más alejado y recién ahí veían la montaña. En la Sagrada Escritura uno ve a Cristo que hablaba a través de parábolas y es característico en los árabes, especialmente en los libaneses, hablar de esa manera. Y me decía que vos estás viviendo al lado de alguien y como lo tenés al lado no lo ves. Y cuando lo perdiste, porque se murió, recién te acordás. Yo a mi padre ahora lo estoy viendo más grande de lo que en realidad era”, confiesa.

   “Cuando papá tenía diez años, no sé con qué paisano fue –si con Juan Samara o el abuelo de ‘Pampa’ Cura- hizo un giro en la Embajada del Líbano y trajo al padre y a la madre. Vivió en la calle Alem -que en esa época era Echeverría- y Alsina. Ahí había un galpón, donde vivían ocho o diez árabes. Uno de sus amigos vivía ahí. Siempre se quedaba uno y los ocho o nueve restantes salían a vender. Pero siempre muy respetuosos de la zona que tenía cada uno. Me acuerdo que en las vacaciones papá nos llevaba a nosotros en la jardinera. Una vez le dije: ‘Papá te pasaste esta casa’; me respondió: ‘No; ahí viene don Emilio’. Y ahí iba don Emilio Aré, quien a su vez hacía lo mismo. No era un acuerdo; no había nada firmado, pero respetaban al cliente de uno y de otro”, destaca.

   Don Jorge andaba solo. El que le daba los “cachivaches” para vender, para que no cometiera errores, a él y a los demás “baisanos” les decía que vendan “todo a veinte”, consejo que los “turcos” transformaron en la popular expresión ‘tudo a vinte’. Simón todavía no se explica “cómo hizo” Jorge vendiendo por monedas, con tan solo ocho años, para reunir el dinero que le permitió traer a sus padres al país.

La tienda y la jardinera

   En aquella época, muchas operaciones de compra-venta se realizaban por medio del trueque. Era muy común que los vendedores de origen árabe intercambiaran ropa, tela y artículos de tocador por comestibles y productos de granja. Para establecer los términos del intercambio, todas las mañanas anotaban las cotizaciones de los diferentes mercados, que difundía un programa que iba de 7 a 8 por la desaparecida Radio Porteña.

Con el trabajo de venta ambulante llegó el progreso y así fue que Jorge fundó, en junio de 1916, la Tienda San Jorge. Inicialmente, este tradicional comercio del barrio de la Plaza Mitre estuvo en Río Juramento y Pringles, hasta que en 1920 se trasladó a su actual dirección de Rossetti y Pringles. Años más tarde, la bonanza le permitió también “motorizarse”: “Con mi tío, Fortunato Cura, hizo un viaje hasta La Pampa en un tren de carga, porque no tenían plata para ir. Hicieron una juntada de maíz y con lo que juntaron, papá compró una jardinera usada en la Herrería Petrella, que estaba en la calle Moreno. Mi tío Fortunato le hizo hacer en la parte de abajo una especie de cajón con alambre tejido, porque él recibía en pago, aparte de huevos, pollos y gallinas. Papá no recibía pollos porque acá no tenía lugar para esperar que alguien viniera a comprarlos. Fortunato, en cambio, tenía una quinta. Esa jardinera duró una punta de años hasta que en un momento determinado, allá por los años ‘40, hicieron hacer dos jardineras nuevas”, refiere Simón y luego continúa con su apasionante relato: “Fortunato llegó después que papá, pero ya tenían vinculación, porque la familia Cura y la familia Yapor eran del clan Gaia. En el clan Gaia estaban, además, los Elías y los Abraham. En la organización patriarcal alguien era el jefe de la familia y, en este caso, el jefe era Gaia. Papá no les tenía mucha simpatía porque, según contaba, no procedieron bien con él. Mi abuelo y mi abuela tenían que trabajar; papá era chico, tendría 4 o 5 años y lo utilizaron para que cuidara los chanchos. Dormía en un galpón y eso le quedó grabado, por el maltrato que había tenido, máxime haciendo alarde de que eran del mismo clan o la misma familia. Papá ni quería verlos y siempre aclaraba que él era Yapor Abraham y nosotros, Yapor Cura”.

   Simón Yapor está casado con Elisa García Gesteira (“Ñata”). Tiene tres hijos -Carlos, Horacio y Enrique-, nueve nietos y un bisnieto que, fiel a la tradición familiar, lleva por nombre Simón.