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La locomotora del oeste

Fieles a las raíces, en el Barrio Norte

Los hermanos Miguel y Jorge Amado repasaron la historia familiar, que se inició con la llegada al país de su abuelo, Miguel, procedente del Líbano.

 

   Una vieja esquina del Barrio Norte, que en otros tiempos fue almacén y hoy autoservicio, fue el lugar del encuentro con Miguel César y Jorge Alberto Amado, nietos de un inmigrante libanés que llegó a Chivilcoy en los primeros años del siglo pasado.

   Los Amado conforman una familia numerosa, que ha tenido una particularidad: la gran mayoría de sus integrantes han permanecido en la zona norte de la ciudad. Este hecho se puede verificar con un simple repaso por la guía telefónica, donde aparecen los domicilios en las avenidas Bernardo de Irigoyen, Urquiza y Soárez o en las calles El Maestro Argentino, Viamonte y Humberto Primo.

   El diálogo se vio enriquecido con la participación de clientes –a la vez, vecinos y amigos de la familia-, quienes relataron viejas anécdotas y recordaron el microclima especial que rodeaba al barrio en los tiempos en que funcionaba la desaparecida Estación Chivilcoy Norte del Ferrocarril Oeste (rebautizado Sarmiento después de la nacionalización de mediados de la década del ‘40).

   “Miguel Amado, mi abuelo, llegó del Líbano cuando tenía catorce años. Puso un negocio, un almacén en avenida Bernardo de Irigoyen y Olavarría, donde después estuvo la Panadería Ricardi. Además, arreglaba y fabricaba bolsas de arpillera. Por cada tres bolsas para trigo o maíz, hacía una de avena, que eran más anchas y más grandes porque la avena es liviana. Tenía clientes que se las encargaban y él las hacía arriba del mostrador, cuando tenía tiempo. No hacía repartos; siempre estuvo en el negocio. Con el primer matrimonio tuvo dos hijos y con el segundo matrimonio, cinco: Dolores (‘Ñata’), Ema (‘Chita’), Miguel César (‘Lucho’), Roberto (‘Beto’) y ‘Cacho’. ‘Beto’ y ‘Cacho’ se fueron a vivir a 25 de Mayo. De mi abuela no recuerdo el nombre. Mi papá siempre nos contaba que falleció cuando él tenía cinco años. Mi abuelo murió a los setenta años. A la cuchara le decía mákara y al cuchillo, sik. Cuando falleció mi abuelo, mi papá se quedó con la esquina. Les fue dando de a poco la parte a cada hermano. Después de algunos años, se la vendió a Ricardi, que hizo la panadería”, relata Miguel César, quien lleva los mismos nombres que su abuelo y su padre.  

   “Lucho” Amado se casó con María Rosa Cápula. De esa unión nacieron Miguel César, Osvaldo Oscar, Juan Carlos, José María, Rubén Rodolfo, Susana Rosa, Ricardo Héctor, Alicia Noemí y Jorge Alberto. Quince nietos y diez bisnietos constituyen en la actualidad la descendencia de aquel hijo del inmigrante árabe.

   Fue precisamente “Lucho” el fundador del almacén familiar, que hoy continúan dos de sus hijos.

   Respecto de su historia, Jorge Alberto comenta que “a este negocio lo atendía mi vieja”, quien destaca que su madre “siempre decía que, cuando estaba embarazada y por tener familia, le levantaba a mi viejo esos tarros lecheros grandes a la jardinera. Mi viejo iba por todos lados a repartir leche. Cuando repartía vinos, iba hasta el Abasto, en Buenos Aires. Tenía camión propio. Falleció el 7 de julio del ‘90, a los setenta y dos años. Mi vieja falleció el 23 de septiembre de 2007”, puntualiza.

   Miguel César especifica que “el camión que usaba para repartir vinos era un Chevrolet ‘28. En el año ’48, compró un Federal nuevo. Todos los hermanos nacieron todos en la propia casa. Venía la partera Caro, que vivía al lado del Sanatorio Chivilcoy. El negocio era más chico y tenía piso de madera. Cuando mi papá compró, volteó esa pared y nosotros hicimos todo grande. Después, cuando falleció mi papá y quedamos nosotros dos, volteamos esa pared y la hicimos más grande”.

   Interviene nuevamente Jorge Alberto para aclarar, refiriéndose a Miguel: “El único que nació en la esquina de Bernardo de Irigoyen es él. Todos los demás, nacimos acá. Allá había una pieza y allá otra”, indica, señalando hacia la izquierda y la derecha de la esquina.

   Miguel César está casado con Ana María Corrao, con quien tuvo dos hijos. Jorge Alberto es soltero.

 

Recorrido en jardinera

 

   En eso llega Oscar Rubén Cremona, viejo amigo de los Amado, quien primero se ataja y aclara: “Si empiezo a contar cosas, no voy a trabajar”, pero enseguida recoge el guante y cuenta que “esto era la quinta de Marcigliano. No existía ni una casa, más que una casa chiquita en el medio, y muchos pinos. Había un circuito en el medio y venían los ciclistas a correr. Yo me he criado con los hermanos mayores. Donde está el supermercado Las Lilas, en Bernardo de Irigoyen 335, era mi casa”, nos sitúa.

   Recuerda que con “Lucho”, el papá de Miguel y Jorge, “salíamos a vender vino en jardinera. Eran los vinos Yapeyú, de la bodega La Superiora, de la familia Vaccari. Estaba en Bernardo de Irigoyen entre San Lorenzo y Colón. Ibamos a Coronel Mom, Palemón Huergo y si teníamos tiempo, también a Ayarza. De Ayarza volvíamos por La Carlota –que todavía existe, pero no hay nada- y después pasábamos por el almacén de Frechero, que ya no está. Salíamos temprano y lo hacíamos en un solo día, en jardinera y con un solo caballo, eh…”, remarca.

   “Agarrábamos hasta el boliche de Dova. De ahí bajábamos, todo por camino de tierra, hasta ‘La Piedra’. El paraje se llamaba así, porque había una piedra colocada en el medio de la calle. Había un almacén, pero no me acuerdo cómo se llamaba el dueño. De ahí íbamos hacia Coronel Mom. Llevábamos damajuanas de diez litros y esqueletos con diez envases. Comíamos mortadela y queso. En el almacén comprábamos gasesosa. ¡Como me gustaban los caballos…! Siempre me gusta acompañarlo. ¡Y si habré comido fiambre en el camino, para no perder tiempo! Lo hacíamos una vez por semana. Me escapaba de mi casa. ¡Las ratas que me habré hecho…! (risas). El padre de los muchachos después tuvo acá el almacén y hacía un reparto de leche. ¿Me entiende? Mi padre me puso en el colegio de los curas, donde está la capilla, en la avenida Villarino (Colegio del Buen Consejo). Me puso de medio pupilo y también me escapaba”, señala Cremona.

 

Los duendes de la estación

 

   Minutos más tarde, arriba al local José Corti, otro de los testigos de la historia familiar de los Amado. “Vivíamos en el barrio de la plaza Mitre, de lo Parente y Peruzzo dos o tres zaguanes más acá –nos ubica-. Cuando papá me trajo al barrio de la Norte, a media cuadra del ferrocarril, teníamos que pasar el alambre del molinete y entrábamos a la estación. Recuerdo que papá me llevaba a Buenos Aires, para que conociera la Capital.  Fuimos creciendo acá, en el barrio. No nos fuimos nunca”, resalta.

   Con nostalgia, Corti repasa los pormenores de aquellos viajes: “Nos íbamos en el tren de la mañana. Llegábamos a Buenos Aires, papá hacía sus cosas y nos volvíamos en el tren de las seis de la tarde. La historia sigue, porque después me casé con la hija del último jefe que tuvo la estación Chivilcoy Norte. Mi suegro era Héctor Scandizzo y mi esposa, Sonia. El tenía nueve hijos y venía del lado de La Pampa, escalando posiciones. Llegó a Chivilcoy, después pasó a Merlo y, por último, a Tablada, donde se jubiló. Una vez jubilado, volvió a vivir a Chivilcoy”.

   En los años de esplendor de la Estación Norte “a Buenos Aires había un tren que salía a las ocho de la mañana y otro que llegaba a las dos de la tarde. A eso de las seis y pico de la tarde salía otro tren. Así que teníamos tres trenes por día. Tardaban una barbaridad, porque paraban en todas las estaciones. La idea de mi suegro era poner un tren rápido para gente que tuviera que ir a trabajar para el lado de la Capital. La luchó, fue y habló con la gente de Tráfico para que no levantaran la estación”.

   “Yo tendría ocho o diez años y veía los trenes cargados de frutilla, con cajones de un kilo y otros de medio. Iba todo a la Capital”, evoca José Corti.

   Retoma Miguel César para explicar que “todos los frutilleros iban a la estación en charrés. Las frutillas iban en cajitas y embalaban todo a la Capital. También se cargaban lechones. Acá teníamos un terreno grandísimo. Papá mataba lechones con mi tío Améstico. Teníamos canastos grandes. A la noche matábamos lechones y, a la mañana temprano –antes de las seis-, los llevábamos en canastos, con una bolsa de arpillera cosida arriba. A mi me gustaba acompañarlo, porque agarraba la zorra que… ¡hacía un ruido! Con la zorrita los llevábamos a los vagones. Mandábamos los lechones a un tal Germano, que tenía negocio en Once”, acota.

   Asegura Corti que “esto era otro pueblo aparte, en el tiempo en que estaba la estación. Teníamos seis peluquerías en una cuadra y media y todos los peluqueros trabajaban. Además, había negocios de bebidas y otros que daban de comer, porque teníamos las barracas y era mucha la gente que venía. Era un pueblo aparte”, insiste.

   Indica que en la entonces terminal ferroviaria “en los años ’50 y algo, cuando yo ya tenía dieciocho años, había dos boleteros, un cambista y, en los galpones donde hacían reparaciones y daban vuelta las máquinas, había otros cuatro empleados y un jefe. Viajaba mucha gente y yo lo sentí en el alma cuando voltearon la estación. Según contaba mi suegro, vino un expediente que siguió caminando y caminando y nadie lo pudo parar”, lamenta.

   “Cuando estaba el ferrocarril, se armaban mitines políticos muy grandes –continúa-. Levantaban el palco en la esquina de la Casa Zago, que estaba frente a la estación. Los políticos hablaban ahí. La gente escuchaba a todo el mundo: socialistas, radicales, comunistas…”.

   Por último, cuenta que “conocí al papá de los muchachos, en una época en la que él  estaba en la bodega La Superiora. Era el encargado y manejaba todos los hilos. Nosotros no llegábamos acá, porque teníamos locales que estaban más cerca de la estación. En la calle Humberto Primo había muchos negocios, era muy comercial. Después me vine para acá”, completa.

Autor: José Yapor

 

 

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