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La locomotora del oeste

La historia de la familia Antonio

Eduardo Luis Antonio recordó a sus padres, Abraham y Catalina, su infancia en Chacabuco y la llegada de la familia a Chivilcoy, allá por los años `30

 

   Para los chivilcoyanos, el apellido Antonio está inconfundiblemente ligado a la industria metalúrgica y, dentro de ella, al rubro de productos galvanizados. La fábrica instalada en la avenida De Tomasso, en las inmediaciones del estadio del Club Gimnasia y Esgrima, es una de las pequeñas y medianas empresas familiares que ha logrado subsistir a los avatares de una economía cambiante. No es un dato menor en un país que soportó programas económicos decididamente desindustrializadores, con su secuela de desocupación, pobreza y exclusión social.

   La historia de los Antonio en la Argentina comenzó a escribirse allá por 1914, con la llegada de Abraham Engaibe y Catalina Zafatle, quienes inicialmente se instalaron en la vecina ciudad de Chacabuco. El era de Chadra; ella, de Zafito. Como muchos otros libaneses, llegaron a estas tierras del sur del continente americano escapándole a la miseria y la opresión.

   Eduardo Luis, el único sobreviviente de cinco hermanos, recuerda los principales acontecimientos de la historia familiar de esta manera: “Papá vino con dos hermanos más. Uno quedó en Brasil y los otros dos vinieron a Chacabuco, pero el hermano se volvió a El Líbano y papá se quedó solo. Mamá vino de polizonte, escondida -porque no podía viajar-, también de chiquita, a los 13 años. El viaje fue una odisea. Tardaban tres meses y se descomponían, porque el barco se zamarreaba para todos lados. Ya se conocían de allá y en Chacabuco se casaron muy jóvenes. Mamá vino con un hermano.    Al igual que otros paisanos decían que venían a ‘hacer la América’, con la idea de volverse. Pero no era tan fácil hacerse la América y han pasado las mil y una. El hermano que volvió a El Líbano vivió más de 100 años. Siempre le decía a nuestros primos que tenía dos hermanos que vinieron a América y nunca más tuvo noticia de ellos. Murió un poco antes del viaje que hizo mi hermano José, en 1975, para visitar a unos primos hermanos”.

Los Engaibe

   “El apellido nuestro era Engaibe –explica-. Cuando papá vino a la Argentina, en el Registro Civil le pusieron Antonio, no sé por qué motivo, si porque era muy difícil de escribir o pronunciar. Nosotros éramos cinco hermanos: María, Luis, José, Nélida y yo, el más chico, que fui anotado como Eduardo Luis Engaibe. Papá nunca me dijo nada y yo ignoraba que ése era mi apellido. Cuando cumplí 18 años, ya en Chivilcoy, para sacar la libreta de enrolamiento me pidieron la partida de nacimiento. Tomé el colectivo a Chacabuco y en el Registro empezaron a buscar en el libro, donde figuraban todos con el apellido Antonio, menos yo. El tipo me dijo: ‘Lo primero que tiene que averiguar es si es hijo legítimo de don Abraham Antonio’. Ni remotamente papá me lo había dicho. Me vine a Chivilcoy y le comenté a papá lo que había sucedido. Entonces papá me dijo: ‘Cuando salí de El Líbano dejé algunos bienes, algunas tierras, y pensé que algún día alguno de ustedes podría cobrar una herencia. Ese fue el motivo por el que te puse a vos como único heredero’. En aquel momento me costó mucho cambiar de apellido. Lo cambié y en el año ‘70 y pico mi hermano escribió varias cartas a la familia Engaibe, sin direcciones, sin nada. Nunca llegaba ninguna respuesta, hasta que un buen día llegó y se la llevó a Jorge Yapor para que la tradujera. Fue una alegría tremenda. Allá eran cinco hermanos, los cinco militares. Intercambiaron varias cartas y mi hermano decidió viajar. ¡Te imaginás el recibimiento que le hicieron! Una de las primeras preguntas fue si iba a reclamar la herencia que había dejado papá. Les dijo que no, que quería conocerlos a ellos y al pueblo donde había nacido mamá. Donde ellos vivían era una aldea con casas de piedra. Había un río donde lavaban la ropa. A los pocos días se armó una revolución y mi hermano tuvo que disparar. Después les perdimos el rastro”.

Almacén de esquina

   Don Abraham, apodado “Brajin”, tenía un almacén de ramos generales en Chacabuco. Por su trato diario con argentinos, con el paso de los años el hombre se fue acriollando a tal punto que “casi ni se le notaba que era árabe”. Diferente fue la historia de Catalina, quien a sus hijos les hablaba y enseñaba a rezar en su propia lengua. Además, les transmitió sus habilidades para la preparación de comidas y postres árabes.

“Papá se ofendía cuando le decían ‘turco’ y yo, cuando era chico, me avergonzaba. Pero ahora es muy común que a uno le digan ‘turco’ o ‘turquito’ –comenta-. El tenía un negocio muy lindo, muy grande en Chacabuco. En la esquina del Club Porteño nací yo y después papá se mudó enfrente. Era la época en que tenía el vino en bordalesa; la época de los conservadores y radicales y había unas disputas tremendas. Papá era muy bondadoso y por eso le fue como le fue. A veces, cuando hablan de crisis, yo digo que esos años fueron críticos, muy difíciles. Empezó a fiar y mamá le decía: ‘Brajín, no fíes…’. Claro, empezó a fiar y, como a la gente no le alcanzaba, cuando quiso acordar se fundió; no quedó con nada. Vivíamos a mitad de cuadra de la comisaría y creo que hasta el comisario lo embromó en aquella época”, agrega.

   Aquellas penosas circunstancias empujaron a la familia a replantear su vida, comenzando por una mudanza obligada al barrio del hospital, siempre en Chacabuco, cerca de otros miembros de la colectividad.

   “Nos fuimos a una casa y José, que ya era mayorcito, empezó a trabajar en una carpintería –relata Antonio-. Yo tenía 8 años y salía a vender a la calle escobas y cepillos que fabricaba un señor. Los domingos iba a la puerta de la iglesia con una cajita y vendía chocolatines, turrones y caramelos. Con una canasta también salía a vender frutas y me ganaba 10 o 15 centavos por día, que era lo que costaba un kilo de puchero más o menos. Para vivir…, para parar la olla; nada más. Eran años tremendos y la gente emigraba. Mucha gente de Chacabuco se fue a Buenos Aires y había casas desocupadas por todos lados. El maíz se quemaba porque no tenía mercado. Donde está actualmente la estación de colectivos, vos ibas con una bolsa de arpillera y te daban una bolsa de maíz gratis”.

De Chacabuco a Chivilcoy

   El primero en llegar a Chivilcoy fue José, tras su casamiento, y el resto de la familia siguió sus mismos pasos. No fue fácil abandonar la ciudad que los había acogido, pero aquí las perspectivas eran un tanto mejores.

   “Yo tenía 8 años y esa noche mamá y papá lloraron, porque en Chacabuco estaba toda la colectividad y ellos se desprendían –confiesa-. Tengo buena memoria de cómo era todo esto. En la avenida De Tomasso todavía no se había hecho el asfalto y tampoco estaba hecha la Ruta 30. Alquilamos un camioncito, cargamos los muebles y vinimos a vivir a la calle Salta. Mi hermano se vino con el sulkicito y el caballo. El entró a trabajar en una panadería y yo salí vender medias con una valijita que me dio mi cuñado, Agustín Posik, que tenía la tienda La Florida. Cosas de turcos, viste…”, explica Eduardo Luis apelando al buen humor.

   Como principal mandato de su padre, rescata que “siempre me decía que había que trabajar y ser buena persona en la vida. Cumplir con todo el mundo”. Fiel a esas enseñanzas, asegura que “siempre fui buscando hacerme un futuro y creo que el paso más importante lo di en el momento más oportuno. A veces le digo a la gente que, cuando se es demasiado joven, es muy difícil encarar una cosa y, cuando ya tenés una edad, también. Cuando me independicé tenía 27 años y pensé que si no iban bien las cosas tenía tiempo de volverme a emplear”.

   En su vida fue fundamental el acompañamiento de su esposa, Lidia Raele, y sus dos hijas, Liliana y Patricia. La primera de ellas comparte con su padre su tiempo en la empresa familiar; Patricia es odontóloga. Aunque desciende de italianos del sur, Lidia asimiló la cultura árabe y muy seguido expone sus cualidades para preparar keppe, yambora, fatay, labin y baclawa, entre otras delicias de la cocina de Medio Oriente.

   Con algo de resignación, Eduardo Luis Antonio comenta que “hace unos cuantos años intentamos formar una asociación, con Daude, Simón (Yapor), Abduca, Simón Cura, Salomón, los Posik que trabajan en el teatro, Chemes y el gordo Posik. Seríamos unos ocho o diez. Hacíamos alguna comida árabe y charlábamos. Empezamos a buscar descendientes por todos lados y éramos como doscientos. Había un solo nativo, un tal Moustafa. Después, no sé por qué motivo, fue una pena no seguir reuniéndonos aunque nunca pierdo las esperanzas”, concluye.

Autor: José Yapor 

 

2 comentarios

Vera Salimen (Safatle)Agrello -

Soy nieta del hermano de Catalina, que se quedó en Brasil. Tenemos fotos y correspondencias que lo comprobran. Por mucho tiempo ententamos establecer contacto pero no obtuviemos exito. Saludos desde Brasil a nuestros parentes argentinos!


Norberto -

Interesante nota sobre la historia de una familia abocada al trabajo, que tiene mucho que ver con el progreso industrial de Chivilcoy.