Atendíamos a la gente a cualquier hora
Enzo Ponziani recordó sus años de trabajador ferroviario en Moquehua, cuando “la estación estaba las veinticuatro horas abierta, con los tres turnos cubiertos”
La de Enzo Ponziani, vecino de Moquehua, es una historia marcada por su condición de trabajador del Ferrocarril Central Buenos Aires, denominado General Belgrano luego de su nacionalización. Aquel de trocha angosta que, partiendo de Estación Buenos Aires, surcaba la Pampa Húmeda en dirección al oeste, hasta la localidad de Patricios, en el Partido de 9 de Julio.
Enzo nos cuenta que “era auxiliar en la estación y estuve 20 años en Moquehua. Vine en 1957. Se trabajaba muchísimo en boletería, encomiendas, carga de frutillas, gallinas, huevos y pollos. La teníamos bien arregladita. Tanto el personal de oficina como el de playa cumplía con sus obligaciones y lo hacíamos bastante bien, dentro de nuestras posibilidades. La gente no quedó disconforme con nosotros. Cuando andamos caminando por el pueblo nos saluda todo el mundo. Quiere decir que mal no nos portamos con Moquehua. Atendíamos a la gente a cualquier hora. La estación estaba las veinticuatro horas abierta, con los tres turnos cubiertos”, recuerda.
Repasa su derrotero dentro de la empresa ferroviaria: “Primero estuve en Pla, partido de Alberti, donde conocí a mi señora, Griselda Ester Di Santi. De ahí fui a Plommer, sobre la línea a Rosario, una estación tremenda para trabajar, porque se trabajaba con el intercambio Midland-Compañía General. Todo pasó a ser General Belgrano con la nacionalización. Era cuestión de números y números. A todo tren que entraba había que tomarle el número de los vagones. Por ejemplo, a veces había que dejar veinte vagones para la segunda sección, que era el Midland. Las encomiendas y las cargas se transbordaban también ahí. Había personal suficiente, pero había que tener mucho cuidado, porque se caminaba de noche. (Una vez) Encontramos un vagón abierto faltándole mercadería, hasta que se localizó a la persona que había hurtado ese vagón. Venían trenes de hacienda, por lo general del Midland, con cuidadores de sus animales. A lo mejor venían ocho o diez jaulas de un despachante, con destino a Mataderos. Llevaba un cuidador con una picana eléctrica para levantar a los animales caídos. Les sabíamos dar una cama y un colchón para que durmieran en la estación, porque no había jefe”, añade.
El comienzo del fin
Con sabor amargo, Ponziani relata que “así fue pasando el tiempo, hasta que en 1961 se produce la clausura de los ramales. La Unión Ferroviaria decretó paro por tiempo indeterminado y ahí no había arreglo. Fueron al despacho del ministro Acevedo y, mientras los dirigentes de la Unión Ferroviaria hablaban, él les daba la espalda y miraba por la ventana la calle. Les dijo: ‘Mientras no levanten el paro no estoy dispuesto a escucharlos’. Los dirigentes le dijeron que lo levantarían siempre y cuando dieran marcha atrás con la clausura de ramales. Y el ministro les contestó: ‘Esa determinación está tomada, el Plan Larkin está en funcionamiento y seguirá hasta las últimas consecuencias. Y efectivamente, se fue incrementando cada vez más, con mil kilómetros en un ramal, dos mil en otro y así fue que sacaron diez mil kilómetros de vías. Cientos y cientos de pueblos quedaron a la vera del camino, sin el ferrocarril que era el salvoconducto para que los pobladores viajaran barato, a veces con atrasos, pero siempre se llegaba, principalmente cuando llovía”, destaca.
Apunta que “en el ’61, iban treinta días de paro y la huelga no se levantaba. Ni la Unión Ferroviaria ni el gobierno aflojaban. Le digo a mi señora: ‘Vieja, vamos a tener que irnos a Pla a ver si podemos hacer la cosecha en lo de Klein’. Yo tenía muchísimos muchachos conocidos. Un sábado fuimos y hablé con el encargado. El lunes empezaba la cosecha. Le pedí trabajo y me dijo que el lunes, antes de las seis menos veinte había que estar antes de la campana. Cuando se levantó la huelga, le dije a uno de los hijos de Klein que debía volver a Moquehua para trabajar en el ferrocarril. Me dijo que pasara por el escritorio a la tarde para que me liquidaran los jornales. Me acuerdo que en el ferrocarril ganaba 1.400 pesos y, en lo de Klein, por diez días, me pagaron 3.800 pesos. Era un platal. Le dejé un poco de plata a mi suegro, porque habíamos estado diez días comiendo ahí mi señora, mi hija mayor y yo. Nos vinimos a Moquehua y retomamos la rutina”, agrega.
Después de todo aquello, comenzó la debacle de la industria del riel. Enzo lo traduce en palabras: “Algunos trenes de hacienda ya no venían más y de carga prácticamente no corrían. Empezaron a correr los trenes del levante, que eran los que traían los rieles, durmientes y señales del ramal Victorino de la Plaza. Así fue cayendo nuestro ferrocarril. Quedó menos gente; sacaron a los cambistas, que son los que trabajan en la playa haciendo maniobras. Quedamos nosotros en la estación, tres empleados que hacíamos todo, de auxiliares y de cambistas también. La limpieza también la hacíamos nosotros”.
Aunque no pierde las esperanzas, confiesa que ve muy difícil que algún día el tren vuelva a correr por las desoladas vías y explica que “hasta Patricios está todo íntegro, galpones y rieles. Todo bajo yuyos, por supuesto. Para ponerlo en servicio habría que limpiarlo con máquinas modernas y asentarlo bien”, concluye.
Autor: José Yapor
0 comentarios