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La locomotora del oeste

Los árabes en Chivilcoy

“La sangre sigue corriendo”

Miguel Asas destacó que sus hijos y nietos mantienen en pie las tradiciones y costumbres de la cultura árabe. Su padre, Salim Razuk Asas, llegó al país a los dieciséis años, procedente de Damasco (Siria)

 

 

   “Mi papá se llamaba Salim Razuk Asas y nació en Damasco (Siria). Mi abuela era de apellido Sapag. El apellido real es Azaz. Mi hijo me decía: ‘Papá, no es así; en la escuela me decían Azaz’. Hay muchos Azaz. Tengo tíos y primos hermanos de mi padre que firmaban con ‘z’”, comienza su relato Miguel Asas, hombre ligado por décadas al comercio textil de Chivilcoy.

   Cuenta que su padre “tenía dieciséis años cuando ingresó al país, en 1900, y tuvieron que agregarle dos años más para poder hacerle el documento. Un hermano mío se llamaba Reyes. Era Rasuk, pero a mi padre no le permitieron ponerle así y entonces le puso Reyes, que es exactamente lo mismo”, explica.

   De la narración de Miguel, se desprende que su familia llegó a “La Perla del Oeste” como consecuencia de las migraciones internas: “Cuando papá llegó al puerto de Buenos Aires, se instaló en Barracas, donde nacimos los tres varones. Trabajó siempre en lo mismo. En la época de (Hipólito) Yrigoyen quedó en la calle. Yo era chico y recuerdo que tenía uno de esos carros cerrados. Tenía una sociedad con unos tíos míos, pero a partir de ahí nunca más vi el vehículo. Con la Revolución del ‘30 no se salvó nadie; fue la caída de Hipólito Yrigoyen”, añade.

   La historia continuaría en la zona sur del conurbano bonaerense. Al respecto, Miguel cuenta que “cuando nos fuimos a vivir a Lanús, mi padre salía con dos fardos grandes al hombro y uno chico en la mano. El típico árabe, que recorría permanentemente los lugares y pasaban días que no lo veíamos. Lo veíamos día por medio, cuando lo veíamos. En esa época, en esa zona de Lanús eran todas quintas. Ahora es una ciudad importantísima del cordón industrial”, compara.

   La esposa de Salim fue Catalina Pascual, descendiente de italianos. “Tuvimos una excelente madre –dice Miguel, emocionado-. Se levantaba a las siete de la mañana y a los cuatro hijos jamás nos faltó el desayuno, el almuerzo, la merienda ni la cena. Mi madre preparaba comidas árabes, mi señora también y yo las sigo haciendo. Mi hija también aprendió. Mis nietos piden, porque las conocen muy bien. Así que la sangre sigue corriendo”, celebra entre risas.

   “Cuando papá logró comprar su casa, puso su negocio y empezó a trabajar muy bien, gracias a Dios –resalta-. Fue en Remedios de Escalada, pegado a Lanús. Yo era pibe en ese entonces. Tenía dieciséis años. En los talleres ferroviarios había entre 5.000 y 6.000 obreros. Hice de todo, pero el oficio mío, el que me permitió tener mi propio negocio, fue marroquinero. Carteras de señoras, cortadores, tenía todo el oficio. Lo aprendí y me rendía bien. Cuando vine acá, vine ganando más de 100 pesos por día. Acá, cuando puse la tienda, ganaba 25 o 30 pero para mi era igual. Estaba en el paraíso”, ilustra.

   Sobre su llegada a Chivilcoy, Miguel refiere que “cuando terminé el servicio militar, un primo mío que estaba casado con una chica de acá me invitó a conocer la ciudad. Me dijo ‘¿por qué no venís a conocer?’. Yo nunca había salido de la Capital (y alrededores). Vine y dije ‘algún día voy a venir a vivir acá’. No sé, me salió del alma y lo dije. ‘Lito’ Armagno era pariente de mi señora. Con el tiempo, conocí a mi señora, me dediqué a guardar un peso y me vine. A mi señora le gustaba también el comercio. Era nacida acá, a unas diez cuadras, más o menos, de la ‘escuela de chapa’ (hoy Nº 28). Su nombre era María Carmen Armagno, hija de Antonio Armagno y Vicenta Cavallo. Nació un día de la Virgen del Carmen, 16 de julio, y falleció hace ocho años. Estuvimos casados cincuenta años. Fue una gran compañera”, evoca Asas.

   A Miguel le gusta el teatro; “no tanto la actuación, sino más bien dirección y escenografía”. Estuvo en el grupo fundador de la Agrupación Artística e hizo teatro en la Escuela Nº 6.

   Del matrimonio que conformaron Miguel y María Carmen, nacieron Miguel Angel

y María Isabel. Entre las nuevas generaciones, se cuentan seis nietos y un bisnieto.

 

Autor: José Yapor

El legado de Don Camilo

“La Princesita” es uno de los comercios chivilcoyanos con mayor trayectoria. Jorge Salomón contó la historia familiar, que se inició con la llegada al país de su padre, Camilo, inmigrante de origen sirio


La tienda “La Princesita” es uno de los más antiguos comercios de la ciudad. Con orígenes en el Barrio del Pito, donde el inmigrante sirio Camilo Salomón se estableció inicialmente junto a su familia, con el paso de los años llegó al amplio local de la avenida Villarino, a pocas cuadras de la Iglesia del Carmen, ese templo católico que el imaginario colectivo identifica aún como “la capilla”.
Jorge José Salomón, hijo de Camilo, relató a CLIP los hechos más destacados de una historia familiar centenaria, caracterizada por el esfuerzo, la perseverancia y la honradez.
Cuenta que Don Camilo, como muchos otros inmigrantes de los países árabes, “vino siendo muy chico con el padre y la madre. Estuvieron viviendo en el Barrio del Pito, en la calle Coronel Suárez. Fue mucho al campo a vender, como todos los paisanos en jardinera. Salía por la zona del Salado, cerca de Alberti, por Achupallas. Estaba mucho tiempo afuera. Se quedaba a dormir en la casa de los clientes y se enojaban si no iba una vez a la casa de uno y otra vez a la de otro. Siempre les llevaba alguna cosa de regalo”, recuerda.
En un momento, Camilo “compró un camioncito, pero no se hallaba y entonces volvió a la jardinera”, comenta Jorge y explica que “mi mamá tenía una tiendita en esa esquina que todavía está (Coronel Suárez y Basso Dastugue). Le ayudaba un poco a él. Eramos ocho hermanos para mantener. Después papá compró en la avenida Villarino y aprendió a hacer cortes para pantalones, overoles y camisas. Acá se jubilaron treinta y cuatro costureras. Era trabajo a domicilio; no tenía un taller grande”.
“Mi abuelo se llamaba José –continúa-. Papá tenía varios hermanos. Alejandro estaba acá en la esquina y era un sastre de primera. Ernesto también tenía sastrería, al lado de la farmacia Zurita. Y José, Elvira y Josefa. En Puerto Deseado (Santa Cruz), en la Patagonia, tenía una hermana –María-, que se casó con un paisano de allá, Jacinto Alí. En aquel tiempo venía en barco y después empezó a viajar en avión. Tenía dos primos, hijos de ella, ya fallecidos”, cuenta.
A manera de reliquia, Jorge muestra con orgullo las hojas amarillas de un ejemplar de LA RAZON, donde aparece una publicidad del negocio familiar. “No es ninguna sugestión ni tampoco una paradoja. Pero lo cierto es que hoy más que nunca es objeto de comentario entre el público. Tienda La Princesita. Por su buena confección, por la calidad de sus telas, por su seriedad y por sus precios convenientes. Por eso y por múltiples razones, el público de Chivilcoy la ha consagrado y la prefiere. Tienda La Princesita, de Camilo Salomón. Avenida Villarino 274. Unión Telefónica 468”, reza el texto del aviso con lenguaje de época, publicado cuando promediaba la tanguera década del ‘40.
Jorge Salomón fue uno de los continuadores de la tienda. “Estuve con mi padre mucho tiempo. Cortaba y mandaba a confeccionar la ropa hasta que anduvo bien. Después se enfermó y falleció a los setenta y cinco años. Con el negocio continuamos mi hermano y yo. Estuve hasta que me jubilé y ahora sigue mi hijo, Jorge Camilo. Le dejé todo plantado y le ha ido bien”, asegura.
Jorge también refiere anécdotas que involucran a otras familias de la colectividad: “Cuando fueron los Antonio a visitar a sus parientes (al Líbano), se había puesto mala la cosa y tuvieron que salir de noche. El pariente que estaba allá, después les mandó una carta. Entonces, como no sabían escribir ni leer en árabe, fueron a verlo a don Jorge Yapor. Don Jorge dijo: ‘A ver’. Se pusieron uno de cada lado. Mientras leía, decía despacito ‘¡qué gente sanguinaria!, ¡qué cosa seria!’. Ellos sentían. Después les devolvió la carta y les dijo: ‘Está todo muy bien. Manda saludos’. ¡Les dijo así para no atemorizarlos tanto!”, resalta.
“En esa misma época, Abraham Amado con su esposa se fueron a Siria –apunta-. Acá tenían todo. La tienda ya la habían dividido con los sobrinos, porque el hermano había fallecido. Yo lo quería mucho y le dije: ‘Abraham, ¿qué va a hacer allá con el lío que hay?’ Y me respondió: ‘No te vayas a creer que acá está muy buena la cosa…’. Se fueron, él falleció y lo sepultaron allá. Los chicos, Jalil, Sami y Fátima, se quedaron acá y estudiaron. El pobre Abraham se habrá entristecido. Los chicos no estaban y qué se yo… Lo sepultó allá y la esposa (Jadiye) se vino”, acota.
Al igual que otros descendientes de aquellos inmigrantes sirios y libaneses, Salomón lamenta que no haya prosperado la idea de conformar una asociación: “En un momento, los Antonio invitaron a los paisanos a una fiesta que estuvo muy linda. Querían alquilar un local y habían nombrado un presidente, Roberto Maizú, que tiempo después falleció y todo quedó en la nada”, concluye.
Camilo Salomón, nacido en localidad siria de Zafita, se casó con Antonia Pussio. De esa unión nacieron Oscar Antonio, Jorge José, Camilo César, María (‘Maruca’), Yolanda, Irma, Mirta y Aída.
Jorge está casado con Ivonne Mesplet. Sus hijos son Claudia, Jorge Camilo y Fernando Emilio.

Autor: José Yapor

De pura cepa

Norma Huespe (“Teté”) contó la historia de su familia que, procedente del Líbano, se estableció en ciudades de las provincias de Córdoba y Santiago del Estero. Recordó su llegada a Chivilcoy, cuando corrían los primeros años de la década del ’70.

Las provincias del norte fueron el principal destino de los inmigrantes libaneses y sirios, que llegaron al país entre fines del Siglo XIX y principios del XX.
Los estudiosos explican que aquellos contingentes buscaron afincarse en un medio que les proporcionara un clima, un paisaje y condiciones de vida similares a las de sus países de origen.
Las familias Huespe, Ganame, Kuram y Jozami escribieron sus ricas historias en ciudades de las provincias de Santiago del Estero y Córdoba. Esa tradición llegó a Chivilcoy a principios de la década del ’70, cuando Norma Estela Huespe –por entonces una joven odontóloga, recién egresada de la universidad- decidió establecerse en nuestra ciudad junto a su esposo, Andrés José Bosio.
Su padre, Mauricio, fue hijo de José Huespe y Suraya Ganame, provenientes de la ciudad libanesa de Duma. Su madre, María Elena Kuram, tuvo como padres a Abud Kuram y Raquel Jozami.
La relación entre las ramas materna y paterna comenzó a gestarse en el barco que los trajo desde Medio Oriente. Y, en el norte argentino, se consolidaría definitivamente con el paso del tiempo.
“Mi abuelo paterno vino a trabajar a Córdoba, creo que con los hermanos de mi abuela. En su primer viaje viene con una primera esposa. Mi abuela materna había perdido a sus padres, y sus hermanos arreglan el casamiento con mi abuelo. El tendría 17 o 18 años y mi abuela, 13 o 14 más o menos. Se casan y no se concreta el matrimonio. El se viene a vivir a la Argentina, a un pueblito de Santiago del Estero que se llama Beltrán, cerca de La Banda. Se instala y, después de un tiempo, la manda a buscar a mi abuela”, relata Norma, a quien familiares, amigos y vecinos apodan “Teté”.
La historia continúa: “En el barco que venía mi abuela, también venía mi abuelo paterno con su primera mujer. Se enferma la mujer de mi abuelo en el barco, suponemos que de tristeza. Mi abuela y la mujer de mi abuelo se hacen amigas y ella la cuida. Cuando llegan a la Argentina, mi abuelo Huespe se va a vivir a Córdoba y mi abuela Jozami va a encontrarse con su marido en Beltrán. Ella pensaba que venía a un lugar muy lindo. Contaba que había bajado en París para comprarse ropa, capelinas y túnicas de seda y resulta que llegó al monte santiagueño, donde la vida era bastante dura. Aprendió el quichua antes que el castellano”, cuenta.

En tren a Beltrán

Al igual que muchos otros que bajaban de los barcos, estuvieron parando dos días en el Hotel de los Inmigrantes de Buenos Aires, convertido en museo en 1995. Después, a su abuela la subieron a un tren y partió rumbo a Beltrán.
“Llegó llena de tierra y ahí se encontró con mi abuelo. Vivieron en Beltrán hasta los años ’30, cuando se fundieron. Tuvieron catorce hijos, de los cuales quedaron vivos siete. Algunos murieron al nacer y una nenita murió en un estanque. Ahí fue donde mi abuelo decayó y, en el año ’30, con la crisis, fundieron el molino y fueron a Sumampa, un pueblo en el deslinde con Córdoba”, continúa.
“Ahí armaron un aserradero. Mi abuela Raquel puso un almacén de ramos generales”, apunta Sonia Elisa Huespe, quien había llegado desde su Córdoba natal y se encontraba por unos días de visita en la casa de su hermana Norma.
“Sí, era una busca vida tremenda mi abuela –recuerda Norma-. Mi abuelo paterno llega a Córdoba y abre un negocio de tela. Se muere su primera mujer, pasa un tiempo y vuelve al Líbano a buscar a su nueva esposa. Mi abuela Ganame recién salía del colegio. Estaba como interna en un colegio francés, allá en El Líbano. Se casaron, se vinieron y se instalaron en Córdoba. Ahí tuvieron ocho hijos, de los cuales vivieron seis. Mi abuelo también se funde en el año ’30. En ese momento estaban estudiando los dos hijos mayores: mi tío estudiaba medicina y mi papá odontología. Les siguen pagando la carrera a ellos y a los dos más chicos los sacan de la escuela. Uno de mis tíos hizo fortuna después”, comenta.
Sonia destaca que, luego del traspié económico, su abuelo “volvió a vender con la valijita, casa por casa, las telas que le habían quedado. Hasta que cobraron una herencia y se levantaron nuevamente. Puso su negocio en la calle Corrientes –en la capital cordobesa-, José Huespe e Hijos, y ahí sí entraron a trabajar Emilio y Antonio, que eran los dos más chicos”, agrega.

Llegada a Chivilcoy

“Teté” explica cuáles fueron las circunstancias que la acercaron a Chivilcoy: “Yo ni sabía que existía Chivilcoy y él (por Andrés, también nacido en Córdoba) me decía que era un pueblo lindo, pujante. Haciendo una evaluación, en ese momento había doce odontólogos y decidimos venirnos acá seis meses antes de casarnos. Me gustó y ahí tomamos la decisión de casarnos. Pasamos un montón de peripecias, porque no conseguíamos casa para alquilar. Estuvimos seis meses buscando y nos casamos sin casa. Nos vinimos a vivir al hotel Residencial Oeste, que era uno de los pocos que había. Empezamos a buscar casa para comprar y terminamos comprando ésta, que era una casa vieja. Era en el año ’72. Vivimos cinco años, después la volteamos e hicimos una nueva”, señala Norma, refiriéndose a la vivienda ubicada frente a la Plaza Belgrano.
El matrimonio tiene un hijo, Juan Pablo, de 28 años.
“Cocino muchísima comida árabe”, resalta “Teté” y afirma que “les encanta a todos. Mis amigos se desesperan por el keppe naye (sin cocción)”. En el listado de otras comidas que prepara, figuran el hummus, puré de garbanzos, puré de berenjenas, niños envueltos de hojas de parra y repollos, burgol, sfija (empanadas tradicionales), sambuses (empanaditas dulces, fritas y bañadas en almíbar), mamul, baklawa y batenyen (arroz con berenjena).
Autor: José Yapor

Jorge Simón Yapor: del norte libanés a la pampa húmeda (1ª parte)

   Jorge Simón Yapor llegó al país en 1910, procedente de Beit Mellat, poblado del norte libanés. Se casó con María Cura -“la abuela Julia”-, una argentina hija y hermana de libaneses. De esa unión nacieron Simón, Miguel, Juan José (Chichín) y Eduardo, los tres últimos fallecidos.

   Con sus 86 años a cuestas y una memoria prodigiosa, Simón comienza su relato recordando que “un día le pregunté: ‘Papá, ¿por qué cuando te dicen turco te sentís molesto? Siempre nos tuteaba, pero cuando nos quería hablar en serio o reprimir por alguna macanita que nos podíamos mandar como chicos, ya no nos tuteaba y nos trataba de usted. Me respondió: ‘Venga que le voy a explicar’. Y me explicó. El tenía ocho años y el padre y la madre lo llevaron al puerto de Beirut y lo último que oyó de sus padres cuando se despidieron de él fue: ‘Andate a la Argentina, que hay amigos que te van a recibir, antes de que te maten los turcos’. ‘¡Y vengo acá y me preguntan si soy turco…!’”, rezongaba don Jorge.

   Simón advierte que “acá muchas personas, inclusive escritores y literatos, los han llamado sirio-libaneses” y enseguida aclara que se trata de un error, porque “son sirios o son libaneses”. Más allá de la proximidad geográfica, una lengua común y costumbres similares, Líbano y Siria son dos países con identidades propias dentro del Mundo Arabe.

   Entre los libaneses que llegaron a esta localidad del oeste bonaerense, enumera a Huebbes, Antonio, Aré, Cura y Amara. “Inclusive había libaneses que no eran cristianos, sino musulmanes, como Salomón Ale, Pudi, Llaver y Nacer”, acota y celebra que “la rivalidad que había en su tierra de origen acá no se transmitió, porque se reunían periódicamente y traían gente para conversar. Cuando yo tenía 16 o 17 años, recuerdo que vino al Teatro Español Habib Estéfano, una persona muy capaz, un literato. Dio una conferencia y, si bien era libanés, la mayoría de los sirios fueron porque lo sentían como propio. Había familiaridad. A tal punto era así, que acá estuvo la gente del Club Sirio-Libanés y del Hospital Sirio-Libanés”.

Otra versión

   Sobre la expresión popular “perdido como turco en la neblina”, Simón aporta una interpretación diferente a la ya conocida: “Hay una cosa que fue inventada, no sé por quién ni con qué interés. Decían que porque venían de un país árido no conocían la neblina y se perdían en la neblina. Pero buscando, porque tengo la manía de buscar refranes, encontré una nota que decía que en España, después de la dominación árabe, a un borracho le decían que ‘se había agarrado una turca’. ‘¡Uh, tenía una turca bárbara!’. Entonces, para algunos, especialmente en Marruecos, hablar de turca es decir que está borracho o en pedo, como se dice vulgarmente. El refrán primero vino ‘como con una turca, perdido en la neblina’, que significaba ‘como borracho perdido en la neblina’ y se lo encajaron a los árabes”, explica.

B por p y viceversa

   La forma en que pronunciaban la letra p, su fonética, se ha convertido en un signo de identidad para los inmigrantes llegados de Medio Oriente. Desde la expresión “vende beine, beineta, jabón y jaboneta”, atribuida a los mercachifles, hasta la airada reacción del “baisano” llamado “Bedro”, que respondió con una sutil puteada cuando algún desprevenido le preguntó si su nombre empezaba “con b larga o v corta”.

   Estas cuestiones de la fonética también hicieron su parte en la historia de nuestra familia: “Papá era Yapor y los dos hermanos que nacieron después que él, José y Emilio, eran Yabor. Miguel, que nació siete meses después de la muerte de su padre, era Yapor porque lo fue a anotar papá. ¿Qué pasa? Por esa costumbre que tiene el árabe, al traducir al castellano cambia la p por la b y la b por la p. Venía el verdulero y mi abuela le decía: ‘La da un baquete de perro’ y el verdulero ya sabía que quería berro. Había un perrito en la casa paterna que hacía algunas travesuras y la abuela decía: ‘Ese berro de miércole’. El apellido nuestro, Yapor, está mal pronunciado para el árabe. Papá lo pronunciaba con un p suave y se escuchaba Yapbor. Cuando mi abuelo anotó a José y a Emilio, lo pronunció así y los anotaron como Yabor. Emilio vivió toda la vida como Yabor y murió como Yapor, porque cuando llevaron los documentos, en la cochería dijeron ‘acá está equivocado’ y pusieron en el aviso Emilio Yapor y en la lápida también lo pusieron así”, refiere Simón.

“…borque yo no lloré”

   En tiempos de la dominación turca, la violencia en sus más crueles formas era moneda corriente para los sufridos pobladores libaneses. Alguna vez, la madre de don Jorge, Juana Abraham, contó una historia conmovedora que Simón rememora de esta forma:

   “Mi abuela, una vez mirando a los nietos después de cenar, nos dijo: ‘Ustedes la están aquí borque yo no lloré’. Y nos quedamos mirando todos. Papá dijo: ‘Les voy a explicar lo que quiere decir la abuela’. Cuando se ponía serio, papá cruzaba los brazos sobre el pecho y  empezaba a hablar. Y nos dijo: ‘Les voy a contar la historia de Simón el molinero’. Simón Abraham, mi bisabuelo, era casado con Zelma Elías, pariente de los Elías que tenían el molino en Mataderos; por eso había un vínculo y siempre nuestra familia se trató con la de ellos como de la familia. Un día, los ocho o diez jornaleros que tenía llegaron al lugar y les llamó la atención que el molino estuviera cerrado. Cuando llegaban los jornaleros, Simón Abraham ya llevaba una hora de trabajo. Y vieron que las mulas que utilizaban para mover la tahona, se habían escapado y roto todo el jardín. Golpearon y golpearon, pero nadie abría. Oyeron que alguien estaba llorando. Forzaron la puerta, entraron y encontraron a Simón y Zelma degollados. Los habían degollado los turcos musulmanes, que entraron al molino no sé si por motivos de robo o religiosos, que era el drama de Medio Oriente. A mi abuela la criaron otros parientes y tenía razón, porque la abuela estaba en una habitación contigua. Y si hubiera llorado, los turcos musulmanes la hubieran matado, porque no había ningún problema y había que terminar con la familia. Así que estamos aquí porque la abuela no lloró. Y ustedes también…”, afirma Simón sin vueltas.

   A tono con el clima de dominación imperial, en aquellos años estaba vedada la educación al pueblo. El niño Jorge “fue a la escuela de los sacerdotes y, a los ocho años, sabía leer y escribir en árabe y conocía algo de francés. Porque El Líbano, después de la ocupación turca fue un protectorado francés, y pasaron muchos años hasta que se declararon república y le dieron la independencia. Papá contaba que se refugiaban en la montaña. Cuando nosotros le preguntábamos se ponía mal y mamá se enojaba, porque papá se ponía a llorar. Se acordaba que con un monje se refugiaron en la montaña y vieron cómo los turcos, con un cañoncito rudimentario, destruyeron la escuela. No era conveniente para ellos que la gente supiera leer o escribir”, asegura Simón.

Autor: José Yapor

 

 

La historia de la familia Antonio

Eduardo Luis Antonio recordó a sus padres, Abraham y Catalina, su infancia en Chacabuco y la llegada de la familia a Chivilcoy, allá por los años `30

 

   Para los chivilcoyanos, el apellido Antonio está inconfundiblemente ligado a la industria metalúrgica y, dentro de ella, al rubro de productos galvanizados. La fábrica instalada en la avenida De Tomasso, en las inmediaciones del estadio del Club Gimnasia y Esgrima, es una de las pequeñas y medianas empresas familiares que ha logrado subsistir a los avatares de una economía cambiante. No es un dato menor en un país que soportó programas económicos decididamente desindustrializadores, con su secuela de desocupación, pobreza y exclusión social.

   La historia de los Antonio en la Argentina comenzó a escribirse allá por 1914, con la llegada de Abraham Engaibe y Catalina Zafatle, quienes inicialmente se instalaron en la vecina ciudad de Chacabuco. El era de Chadra; ella, de Zafito. Como muchos otros libaneses, llegaron a estas tierras del sur del continente americano escapándole a la miseria y la opresión.

   Eduardo Luis, el único sobreviviente de cinco hermanos, recuerda los principales acontecimientos de la historia familiar de esta manera: “Papá vino con dos hermanos más. Uno quedó en Brasil y los otros dos vinieron a Chacabuco, pero el hermano se volvió a El Líbano y papá se quedó solo. Mamá vino de polizonte, escondida -porque no podía viajar-, también de chiquita, a los 13 años. El viaje fue una odisea. Tardaban tres meses y se descomponían, porque el barco se zamarreaba para todos lados. Ya se conocían de allá y en Chacabuco se casaron muy jóvenes. Mamá vino con un hermano.    Al igual que otros paisanos decían que venían a ‘hacer la América’, con la idea de volverse. Pero no era tan fácil hacerse la América y han pasado las mil y una. El hermano que volvió a El Líbano vivió más de 100 años. Siempre le decía a nuestros primos que tenía dos hermanos que vinieron a América y nunca más tuvo noticia de ellos. Murió un poco antes del viaje que hizo mi hermano José, en 1975, para visitar a unos primos hermanos”.

Los Engaibe

   “El apellido nuestro era Engaibe –explica-. Cuando papá vino a la Argentina, en el Registro Civil le pusieron Antonio, no sé por qué motivo, si porque era muy difícil de escribir o pronunciar. Nosotros éramos cinco hermanos: María, Luis, José, Nélida y yo, el más chico, que fui anotado como Eduardo Luis Engaibe. Papá nunca me dijo nada y yo ignoraba que ése era mi apellido. Cuando cumplí 18 años, ya en Chivilcoy, para sacar la libreta de enrolamiento me pidieron la partida de nacimiento. Tomé el colectivo a Chacabuco y en el Registro empezaron a buscar en el libro, donde figuraban todos con el apellido Antonio, menos yo. El tipo me dijo: ‘Lo primero que tiene que averiguar es si es hijo legítimo de don Abraham Antonio’. Ni remotamente papá me lo había dicho. Me vine a Chivilcoy y le comenté a papá lo que había sucedido. Entonces papá me dijo: ‘Cuando salí de El Líbano dejé algunos bienes, algunas tierras, y pensé que algún día alguno de ustedes podría cobrar una herencia. Ese fue el motivo por el que te puse a vos como único heredero’. En aquel momento me costó mucho cambiar de apellido. Lo cambié y en el año ‘70 y pico mi hermano escribió varias cartas a la familia Engaibe, sin direcciones, sin nada. Nunca llegaba ninguna respuesta, hasta que un buen día llegó y se la llevó a Jorge Yapor para que la tradujera. Fue una alegría tremenda. Allá eran cinco hermanos, los cinco militares. Intercambiaron varias cartas y mi hermano decidió viajar. ¡Te imaginás el recibimiento que le hicieron! Una de las primeras preguntas fue si iba a reclamar la herencia que había dejado papá. Les dijo que no, que quería conocerlos a ellos y al pueblo donde había nacido mamá. Donde ellos vivían era una aldea con casas de piedra. Había un río donde lavaban la ropa. A los pocos días se armó una revolución y mi hermano tuvo que disparar. Después les perdimos el rastro”.

Almacén de esquina

   Don Abraham, apodado “Brajin”, tenía un almacén de ramos generales en Chacabuco. Por su trato diario con argentinos, con el paso de los años el hombre se fue acriollando a tal punto que “casi ni se le notaba que era árabe”. Diferente fue la historia de Catalina, quien a sus hijos les hablaba y enseñaba a rezar en su propia lengua. Además, les transmitió sus habilidades para la preparación de comidas y postres árabes.

“Papá se ofendía cuando le decían ‘turco’ y yo, cuando era chico, me avergonzaba. Pero ahora es muy común que a uno le digan ‘turco’ o ‘turquito’ –comenta-. El tenía un negocio muy lindo, muy grande en Chacabuco. En la esquina del Club Porteño nací yo y después papá se mudó enfrente. Era la época en que tenía el vino en bordalesa; la época de los conservadores y radicales y había unas disputas tremendas. Papá era muy bondadoso y por eso le fue como le fue. A veces, cuando hablan de crisis, yo digo que esos años fueron críticos, muy difíciles. Empezó a fiar y mamá le decía: ‘Brajín, no fíes…’. Claro, empezó a fiar y, como a la gente no le alcanzaba, cuando quiso acordar se fundió; no quedó con nada. Vivíamos a mitad de cuadra de la comisaría y creo que hasta el comisario lo embromó en aquella época”, agrega.

   Aquellas penosas circunstancias empujaron a la familia a replantear su vida, comenzando por una mudanza obligada al barrio del hospital, siempre en Chacabuco, cerca de otros miembros de la colectividad.

   “Nos fuimos a una casa y José, que ya era mayorcito, empezó a trabajar en una carpintería –relata Antonio-. Yo tenía 8 años y salía a vender a la calle escobas y cepillos que fabricaba un señor. Los domingos iba a la puerta de la iglesia con una cajita y vendía chocolatines, turrones y caramelos. Con una canasta también salía a vender frutas y me ganaba 10 o 15 centavos por día, que era lo que costaba un kilo de puchero más o menos. Para vivir…, para parar la olla; nada más. Eran años tremendos y la gente emigraba. Mucha gente de Chacabuco se fue a Buenos Aires y había casas desocupadas por todos lados. El maíz se quemaba porque no tenía mercado. Donde está actualmente la estación de colectivos, vos ibas con una bolsa de arpillera y te daban una bolsa de maíz gratis”.

De Chacabuco a Chivilcoy

   El primero en llegar a Chivilcoy fue José, tras su casamiento, y el resto de la familia siguió sus mismos pasos. No fue fácil abandonar la ciudad que los había acogido, pero aquí las perspectivas eran un tanto mejores.

   “Yo tenía 8 años y esa noche mamá y papá lloraron, porque en Chacabuco estaba toda la colectividad y ellos se desprendían –confiesa-. Tengo buena memoria de cómo era todo esto. En la avenida De Tomasso todavía no se había hecho el asfalto y tampoco estaba hecha la Ruta 30. Alquilamos un camioncito, cargamos los muebles y vinimos a vivir a la calle Salta. Mi hermano se vino con el sulkicito y el caballo. El entró a trabajar en una panadería y yo salí vender medias con una valijita que me dio mi cuñado, Agustín Posik, que tenía la tienda La Florida. Cosas de turcos, viste…”, explica Eduardo Luis apelando al buen humor.

   Como principal mandato de su padre, rescata que “siempre me decía que había que trabajar y ser buena persona en la vida. Cumplir con todo el mundo”. Fiel a esas enseñanzas, asegura que “siempre fui buscando hacerme un futuro y creo que el paso más importante lo di en el momento más oportuno. A veces le digo a la gente que, cuando se es demasiado joven, es muy difícil encarar una cosa y, cuando ya tenés una edad, también. Cuando me independicé tenía 27 años y pensé que si no iban bien las cosas tenía tiempo de volverme a emplear”.

   En su vida fue fundamental el acompañamiento de su esposa, Lidia Raele, y sus dos hijas, Liliana y Patricia. La primera de ellas comparte con su padre su tiempo en la empresa familiar; Patricia es odontóloga. Aunque desciende de italianos del sur, Lidia asimiló la cultura árabe y muy seguido expone sus cualidades para preparar keppe, yambora, fatay, labin y baclawa, entre otras delicias de la cocina de Medio Oriente.

   Con algo de resignación, Eduardo Luis Antonio comenta que “hace unos cuantos años intentamos formar una asociación, con Daude, Simón (Yapor), Abduca, Simón Cura, Salomón, los Posik que trabajan en el teatro, Chemes y el gordo Posik. Seríamos unos ocho o diez. Hacíamos alguna comida árabe y charlábamos. Empezamos a buscar descendientes por todos lados y éramos como doscientos. Había un solo nativo, un tal Moustafa. Después, no sé por qué motivo, fue una pena no seguir reuniéndonos aunque nunca pierdo las esperanzas”, concluye.

Autor: José Yapor 

 

La inmigración árabe en Chivilcoy

   La llegada a Chivilcoy de inmigrantes procedentes de El Líbano y Siria, y las circunstancias históricas en que ese proceso tuvo lugar, representa un fenómeno poco estudiado y escasamente documentado. Esa realidad, sumada a mi condición de nieto de un inmigrante del “país de los cedros”, me impulsó a buscar información sobre la historia de la llegada y el posterior arraigo de familias de Medio Oriente en una ciudad de la Pampa Húmeda.

   Fallecidos ya aquellos hombres y mujeres que entre fines del Siglo XIX y principios del XX arribaron a “La perla del oeste” en busca de un porvenir venturoso, sus hijos y nietos constituyen hoy la principal fuente de información. 

   Mi tío Simón, el único sobreviviente de los cuatro hijos de Don Jorge, me ayudó a armar la hoja de ruta para ubicar primero, y entusiasmar luego, a las personas encargadas de relatar tantas vivencias familiares que el paso inevitable de los años no ha podido borrar.

   Con la pretensión de volcar algún día todos esos testimonios en un libro, comencé a golpear puertas y grabar entrevistas. Primero hablé con el propio Simón y luego con Eduardo Luis Antonio, un conocido empresario metalúrgico. Quedan en lista de espera los Salomón, Amado, Cura, Abraham, Posik, Haz, Chemes, Abduca, Llamal, Aré, Alé, Sarkis y tantos otros “baisanos” que, a través de tantas décadas, han honrado la memoria de aquellos abnegados inmigrantes.

   Mis visitas espaciadas a Chivilcoy durante este 2010, que ya transita su fase final, no me han permitido contar con todo el volumen de material que hubiera querido. No obstante, aprovecharé al máximo mis próximas “idas” para poder avanzar decididamente en el proyecto.

   El nacimiento de este espacio en la red, mientras tanto, me permite difundir los testimonios logrados hasta el momento.

José Yapor