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La locomotora del oeste

Los árabes en Chivilcoy

Portadores de un legado

Mensaje de presentación del libro “Libaneses y sirios en Chivilcoy”. Museo de Artes Plásticas “Pompeo Boggio”, Chivilcoy (B.A.) – Argentina, 16 de junio de 2012

 Por José Yapor

   En esta noche, la memoria nos convoca y los protagonistas principales son nuestros antepasados. Sí, aquellos hombres y mujeres que hace alrededor de un siglo llegaron a estas tierras en busca de un porvenir mejor.

   Escaparon de la opresión, el hambre y la falta de oportunidades para poder vivir dignamente en sus propias patrias. Vinieron huyéndole al horror del Imperio Turco, que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso.

   Vinieron desde Siria y Líbano y, en menor medida, de Palestina y otras naciones de Medio Oriente. Dejaron en sus tierras familiares y muchos seres queridos, que, en muchos casos, nunca más volverían a ver. Siempre la diáspora es sinónimo de dolor, violencia, destierro, despojo, exilio forzado e incertidumbre. Vienen a mi memoria aquellos versos de León Gieco que dicen “desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente”.

   Llegaron con las únicas armas que tenían a su alcance: su inteligencia, sus brazos, sus piernas, pero sobre todo su inquebrantable voluntad para trabajar y aportar su esfuerzo a una Patria joven, a la que, agradecidos, amaron como propia.

   Los contingentes más numerosos se orientaron hacia el norte y la región cuyana. Buscaron paisajes, climas y condiciones de vida parecidos a los de sus países de origen. En las zonas centro y sur del país, el movimiento inmigratorio fue menos numeroso, pero también tuvo su importancia.

   Primero de a pie y con sus fardos a cuestas; más tarde en carruajes, fueron de tranquera en tranquera y de poblado en poblado ofreciendo productos de mercería, textiles, prendas y de tocador. Con el progreso, muchos de ellos se hicieron comerciantes y fundaron negocios que aún subsisten.

   No fueron la inmigración calificada que soñaron las elites gobernantes de entonces. Tampoco el país era el que pintó la historiografía oficial, institucionalizada en la enseñanza escolar a través de los manuales. La corriente revisionista de la historia, por medio de sus autores, cuestiona ese enfoque y Arturo Jauretche le puso rimas, cuando escribió: “Judío o turco mugriento le dicen al inmigrante, que se hizo criollo al instante y se mezcló en el gauchaje, a combatir los ultrajes de sajones elegantes”.

   Fue ese pueblo del interior profundo quien abrió los brazos a nuestros antepasados. Fueron los hombres y mujeres de pueblos originarios, el gaucho, el criollo y el mestizo quienes les hicieron sentir que esta Patria era también la de ellos. Fueron ellos quienes les ofrecieron hospedaje y les hicieron lugares en sus mesas, en aquellas salidas que duraban semanas enteras. Fueron el peón de campo, el chacarero, el alambrador, el esquilador, el tambero y sus familias quienes los recibieron festivamente cada vez que algún vendedor ambulante los visitaba.

   Y porque sintieron que esta Patria les pertenecía, nuestros abuelos y sus hijos participaron activamente de las grandes epopeyas populares del Siglo XX y también padecieron los sinsabores y derrotas que el devenir histórico puso frente a ellos.

   Días atrás, un colega me preguntaba cómo había surgido esta idea del libro. Le respondí que había sentido la necesidad de indagar sobre las causas y características del proceso inmigratorio. Le dije que prefería hablar de necesidad más que de obligación, porque lo que nos obliga no siempre nos provoca placer. Y recordé la idea que mi amigo Juan Larrea desarrolla en el prólogo, cuando expresa que somos las terceras generaciones las que nos interesamos por conocer nuestras raíces para recuperar nuestro pasado histórico.

   Hoy siento que hemos alcanzado esa meta. Y recurro al “nosotros” porque considero que  la aparición de este libro es un logro colectivo. Esas ricas historias que en estas páginas relatamos fueron escritas por aquellos nobles inmigrantes, actores centrales de este libro. Sus hijos y nietos mayores fueron los encargados de recrearlas y narrarlas. Sin el aporte de unos y otros, esta obra nunca hubiera visto la luz.

   Por eso quiero agradecer la buena voluntad y predisposición de quienes participaron. Respeto el silencio de aquellos que prefirieron no hablar. Y, por último, pido disculpas si en estos dos años de trabajo -por desconocimiento o falta de información- me olvidé de alguna familia.

   Este libro debe ser un punto de partida. Es de esperar que, dentro de algunos años, otras personas profundicen los temas aquí abordados. Porque seguramente habrá otras historias, con otros protagonistas y también otros relatos.

   En fin, esta obra que hoy presentamos habrá cumplido su cometido si, antes que brindarnos respuestas definitivas, es capaz de ayudarnos a que aparezcan nuevos interrogantes.  Porque esa es la esencia de la vida: una búsqueda constante, como aquella que emprendieron nuestros abuelos hace más de 100 años. Como portadores de un legado de trabajo, honradez y solidaridad, esta noche queremos brindarles nuestro sincero homenaje.

   Muchas gracias por esta compañía.

“Trozos de una lejana historia”

Roberto Posik, hombre de reconocida trayectoria en el ámbito teatral, cuenta las historias de las familias Posik y Elías.

   Roberto Posik, descendiente de inmigrantes de Medio Oriente por las ramas paterna y materna, brinda un interesante testimonio sobre la historia familiar: “Juan Elías vivía con su familia en una aldea del Líbano, de cuyo nombre y ubicación no poseo datos. Tenía diez años y en una aldea cercana vivía la familia Nacme, que esperaba el nacimiento de una bebé, a la que  llamaron  Rosa”.

   “Tal como se acostumbraba en esa época y en esas culturas, la niña fue prometida a la familia de Juan. Pasaron  quince años y los jóvenes  nunca se conocieron. Rosa se había enamorado de otra persona, pero promesa en pie, fue obligada y preparada para concretar  el casamiento pese a las negativas y angustia de la adolescente. Parte de la ceremonia consistió en vestirla de novia, montarla en un burro, cubrirle la cabeza con un manto y, junto a sus parientes, iniciar el camino hacia la aldea, donde la esperaban el prometido y su familia. Los casaron”, relata Roberto.

   “A pesar de la llegada del primer hijo, ante las guerras, crisis y miserias vividas, Juan abandona a los suyos, va en busca de  nuevos horizontes y decide venir a la Argentina –prosigue-. Al llegar a Buenos Aires, se contacta con algunos paisanos que le sugieren trasladarse a Chivilcoy. Aquí realiza diversas tareas, hasta que le ofrecen arrendar una parcela de campo en la Estancia Del Socorro, en la localidad de Pla (Partido de Alberti). Era propiedad de los Alzaga Unzue. En tanto Rosa, que quedó sola, angustiada, sin recursos, observada por su comunidad y con un hijo al que llamaron Jorge, decide seguir el camino de su esposo y se embarca, con el apoyo de su familia, hacia la Argentina”.

   Roberto destaca que “ignorando el idioma, desconociendo esta cultura y -aún peor- el paradero de su esposo, con gran valentía y preguntando a sus paisanos, logra  llegar  al lugar donde vivía Juan. Nuevamente se une la pareja, y, a pesar de las tirantes relaciones en un primer tiempo, nacen  nueve hijos. Uno fallece al nacer y quedan Pedro, Juan, José, Antonio, Pablo, Cecilia, Ramona y María. El padre nuevamente abandona a su mujer y a sus hijos y compra una casa en la ciudad de Chivilcoy, frente a la Plaza Mitre. Algunos  de los hijos quedaron en el campo y otros llegaron a la ciudad, como Cecilia, que conoció a Domingo Posik, vendedor  de ropa que recorría las chacras. Nació entre ellos una relación”.

   “Domingo era inmigrante sirio –explica-. Vino de muy joven con su padre, Juan Posik, y su hermano, Salomón  Posik. Comenzó a trabajar vendiendo ropa que le proveían los paisanos que ya estaban instalados. Sus recorridos los realizaba en una bicicleta de reparto con una gran canasta. Luego compró una jardinera y amplió su clientela. Así llegó a recorrer la zona rural y poblaciones vecinas. Conoce a Cecilia Elías, se casan y  van a vivir a la casa que había comprado  Juan Eías, en el barrio de la Mitre”, añade.

   “Domingo  y Cecilia  abren una tienda, a la que llaman ‘La Rosada’. Gracias al esfuerzo, el empuje y honestidad de ambos, lograron prestigiar  este negocio y atraer  clientela de distintos barrios. De esa unión nacen cuatro hijos: Angelita, Juan Carlos, Roberto y Antonio. Siendo los hijos muy pequeños, Domingo contrae tuberculosis, para esa época una enfermedad incurable, y fallece a los treinta y tres años”, lamenta Roberto.

   “Cecilia queda sola, con una gran carga, sus hijos  y la responsabilidad del negocio al que no pudo seguir atendiendo. Se vio obligada a cerrarlo. Pasados algunos años, se casa con José Moyano. De ésta unión nace una hija, llamada Norma”, finaliza.

El Teatro atrae a los Posik-

   El apellido Posik está inconfundiblemente ligado a la historia del teatro. Juan Carlos, el que abrió el camino, fue convocado por integrantes de la Agrupación Artística Chivilcoy para integrar el elenco. Con su entusiasmo, contagia a sus hermanos Roberto y Antonio, quienes continúan  hasta hoy.

   Juan Carlos participa de varias obras y luego se traslada a Buenos Aires, donde se perfecciona con actores de primera línea, como Juan Carlos Gené, María Rosa Gallo y otros. Tiene la gran oportunidad de ingresar al elenco estable del Teatro San Martín. Desarrolla allí sus actividades durante más de diez años. Su carrera se vio interrumpida por un grave accidente, que redujo sus posibilidades artísticas. Igualmente se siguió perfeccionando como director y realizó varias puestas en escena, tanto en Chivilcoy como en Buenos Aires. Está casado con la licenciada Elena Marangoni y sus tres hijos son Laura, Damián y Julián.

   Roberto Posik continúa haciendo teatro en la Agrupación Artística Chivilcoy, con una trayectoria ininterrumpida de cincuenta y seis años. Dentro de la actividad teatral, se destaca como actor, director, autor y profesor de talleres teatrales. Realizó más de un centenar de puestas en escena y obtuvo premios a nivel local, regional y provincial. Actualmente se desempeña como presidente de la Agrupación Artística Chivilcoy. Está casado con la profesora María Ester Marangoni. Sus dos hijos son Daniel  y Eduardo Posik. El primero es profesor de teatro, actor y director de la escuela de teatro “La Casona de Moliere”. Eduardo es diseñador gráfico y posee una imprenta.

   Antonio Posik también fue seducido por la actividad teatral. Figura entre los fundadores del Teatro “El Chasqui”, donde dio sus primeros pasos en la actividad junto a su señora, Estela Callaci. Hoy,  después de  cincuenta años, continúan con la actividad en la Agrupación Artística Chivilcoy, como actores y directores. Obtuvieron premios a nivel local, regional y provincial. Tienen un hijo llamado Mariano, dedicado a las video-filmaciones.

   A modo de reflexión final, apunta Roberto: “Como la historia de tantos… desde aquel lejano día en que Rosa Nacme -montada en un burro, a ciegas-, iba hacia un incierto y oscuro destino, hoy se multiplicaron las familias, recordamos y atesoramos trozos de una lejana historia que nosotros seguimos contando”.

Autor: José Yapor

Dos hermanos que llegaron “en plena guerra”

Héctor Alcides Trod contó la historia de su abuelo, Jorge Elías, un inmigrante sirio que tuvo catorce hijos.

 

   “Soy nieto de un inmigrante de Beit Mellat (Líbano). Llegaron a la Argentina dos hermanos, allá por 1870 o 1875. Fue en plena guerra, cuando se dividía Siria con el Líbano. Los hermanos se despidieron en el puerto, cuando bajaron del vapor, y uno de ellos se fue para Rosario y el otro se vino para Chivilcoy con otras familias que venían de allá”.

   Héctor Alcides Trod comienza relatando de esta manera una historia familiar que transcurrió entre la zona oeste de la provincia de Buenos Aires y Chivilcoy.

   “Mi abuelo, Jorge Elías Trod, tenía catorce hijos. Su esposa fue Emilia Lombardo. Mi padre, Elías Trod, fue el mayor. Mi abuelo se dedicó a lo que se dedicaba la mayoría de esa colectividad: era gallinero. Recorría San Sebastián, Moquehua y La Rica. Pudo comprarse su quinta, hacer una base económica, crió a sus catorce hijos y murió a los setenta y cuatro años. Muchos de los hijos, después de vivir y crecer en Chivilcoy, emigraron a Buenos Aires o al Gran Buenos Aires, allá por la década del ‘50, cuando lo hacía mucha gente”, cuenta Héctor.

   “Después de treinta años, los dos hermanos se reencontraron. El hermano apareció en la quinta de mi abuelo. El tenía dos hijos médicos. Después de muchos años, en 2008, cuando me hacen un reportaje para el Día del Peluquero en el diario La Razón, ven el apellido por Internet y se comunican conmigo para saber qué era yo de ellos. Y resultamos ser primos segundos. La segunda generación. Uno de los hermanos médicos está en Córdoba y, en Rosario, hay un laboratorio Trod”, explica.  

   “De los hijos de mi abuelo, sólo vive la menor –indica-. Y quedamos los nietos de ese inmigrante, Jorge Elías Trod. Traté de investigar y conservo un papel. El tuvo que hacer unas declaraciones como que era árabe y que había tenido que atravesar la frontera turca. No nos confundamos, porque no eran turcos, sino árabes. Mi abuelo era de la religión católica y, antes de morir, pidió la visita de un sacerdote. Mi padre, y nosotros, también lo somos y tenemos los sacramentos de la Iglesia Católica”, comenta.

   “Por  parte de padre desciendo de árabes. Por vía materna, mi abuela era parisina y mi abuelo de los Pirineos, vasco francés. Mi mamá se llamaba Angela Paulina Launay. Mi abuela vino de París a los dieciocho años. Era de esas familias golondrinas que buscaban paradero y la única que nace en Francia es mi abuela; todos sus hermanos nacieron acá, en Chivilcoy, y eran de apellido Locarnini. Mi abuela después se casa con Pablo Launay y de ese matrimonio nacen tres hijas: Luisa, mi madre Angela Paulina y Rosalía, que falleció a principios de 2011, a los noventa años. Mi madre era de 1908”, puntualiza Héctor Trod.

   “Soy el menor de once hijos. Mi primera hermana, Emilia Adelina, nació en el año ‘29 y yo, en el ‘49. En el medio, hay nueve hermanos más: Pablo Jorge, Horacio, Angel, Orlando, Hugo, Ofelia Susana, Juan Carlos, Javier Eduardo y uno que murió al nacer y no pudo ser anotado en la libreta de casamiento. Ellos se casaron en América, partido de Rivadavia. Mi padre era agente de Policía y estuvo destinado en destacamentos de Carlos Tejedor y Sundblad. Tengo muchísimos primos y hasta algunos que no conozco, porque la familia fue muy grande y muchos emigraron de Chivilcoy. Además, a mí me absorbió mucho mi trabajo. Trabajé en una peluquería de prestigio, de mucha categoría, y la mayor parte del día me la pasaba ahí adentro con los hermanos Salvatore. De todos los hermanos quedamos tres: Hugo, Javier y yo”, agrega.

   Asegura Héctor que “las costumbres árabes existieron mientras vivieron mis abuelos. Después se fueron perdiendo, porque la cultura de los árabes es distinta a la de los franceses”, reflexiona.

   “Si hubiera podido estudiar, sería profesor de historia –afirma-. En aquella época no teníamos la posibilidad que existe ahora, de trabajar y estudiar por la noche. Lo he dicho muchas veces: hoy el chico que es carenciado, pero tiene voluntad, puede trabajar y estudiar, porque tiene primario, secundario y universidad nocturnos. Tuve la suerte que mis dos hijas pudieran estudiar: una es profesora de psicopedagogía y otra, profesora de educación física, especializada en cardiología, neurología y traumatología”.

   Héctor Trod está casado con María Eva Giorello. Son sus hijas María Andrea y María Gabriela.

Autor: José Yapor

“Nos ha quedado la solidaridad de los árabes”

Silvia Beatriz Amar cuenta la historia de sus abuelos libaneses y evoca la llegada de sus padres a Chivilcoy, luego de un largo itinerario por diferentes regiones del país.

 

   Silvia Beatriz Amar pertenece a una familia de inmigrantes libaneses, que arribaron al país a comienzos del siglo pasado. La historia de sus abuelos estuvo signada por un largo peregrinaje que incluyó el sur de Santa Fe y Córdoba, el oeste bonaerense y el Gran Buenos Aires.

   Los cinco hijos del matrimonio conformado por Alejandro y María Amar fueron María Angélica (“Porota”), Nelly (“Pirucha”), Fares (“Pipiolo”), Eduardo Nagib y Leonel Rached.

   Su padre fue el cuarto de los hermanos, Eduardo Nagib, quien se casó con Lady Cipriano. Del matrimonio nacieron Silvia Beatriz, Eduardo Alejandro y Rodolfo Félix. Ocho nietos y un bisnieto hoy completan la descendencia.

   “Nosotros somos nietos de libaneses. Mi abuelo llega a la Argentina en el año 1904. El destino no era Argentina. El destino era Estados Unidos, pero como hay una epidemia de conjuntivitis viral, el barco queda en Brasil. Al quedar en Brasil, no podían seguir hasta Estados Unidos y los derivan hacia Argentina. Seguramente en Estados Unidos habría algún paisano que les habrá pasado el dato que la cosa estaba mejor. Se fueron del Líbano por la miseria”, inicia su relato Silvia.

   Explica que “nuestro verdadero apellido es Ammar y cuando llegan queda con una sola m. Pero el tío de papá, hermano de mi abuelo Alejandro, que vivió en Mendoza, ese sí les hizo colocar las dos m. Ese es el verdadero apellido”, insiste.

   “Mi abuelo llega con su tía, María Amar, y con su prima, Josefa Rached, que era una beba de meses –continúa-. Llegan acá. Habría algún otro paisano que les indicó dónde podían ir, porque tenían que venir directamente a la Argentina, y se van para el lado de General Villegas. Hay un lugar, Jovita –en Córdoba-, donde empezó su actividad mi abuelo, en ramos generales. Se casa con su prima. Esa bebita que venía en el barco crece y mi abuelo se casa con su prima hermana. De esa pareja nacen cinco hijos, de los cuales mi papá era el cuarto. Cuando nace el quinto hijo, Leonel Amar, mi abuela se enferma por una infección posparto y fallece. Queda mi abuelo con sus cinco hijos y, su tía y suegra a la vez, se hace cargo de esos cinco chicos. Ya estaban en Cañada Seca, donde el abuelo sigue con una sucursal de ramos generales que había tenido en Del Campillo, donde nacieron mi papá y mis tíos”.

   Silvia cuenta que su abuelo sufre “una gran depresión por la muerte de su esposa, se va al campo otra vez y se queda un tiempo solo. Los chicos quedan a cargo de mi bisabuela y después mi abuelo regresa a Cañada Seca. Ahí, mi papá y mis tíos fueron criados por la abuela María y después empiezan a emigrar a Buenos Aires. Se vienen a trabajar todos acá. Mi abuelo también se vuelve y, cuando llegaron a Buenos Aires, emprendieron distintas actividades”.

   “Mi papá y mi tío Leonel, los dos varones más chicos, empezaron a vender ropa –apunta-. Tenían un Ford T que habían comprado y empezaron a trabajar toda la zona de Chivilcoy, sur de Santa Fe y sur de Córdoba. Papá tenía gente muy amiga acá. Estuvimos viviendo en Berazategui y, cuando papá decide venirse acá, lo hace porque le gustaba el lugar y le gustaba la gente. A mi mucho no, porque tenía quince años, y mis hermanos –tanto ‘El Turco’ como ‘Drupy’- se adaptaron mejor al ser más chicos. Mi abuelo estuvo un tiempo viviendo acá, en Chivilcoy, con nosotros y visitaba a sus hijas que habían quedado en Berazategui. Nosotros teníamos una casa de venta de ropa allá, donde tengo a toda mi familia. De los cinco hermanos de papá, en Berazategui quedaron dos tías. Mi tío Leonel Amar, que me dio parte de estos datos, vive en Capital”, añade.

   Al hacer referencia a la importancia que su familia le da a las tradiciones, Silvia Amar señala que “a nosotros nos ha quedado la solidaridad de los árabes, las comidas –algunas sigo haciendo- y los rituales en las fiestas, en el baile, que es el dabke, que se baila con todos tomados de las manos, y algunas canciones. Ninguno de los tres hermanos sabemos hablar en árabe. Mi papá, más que hablarlo, lo entendía. Nos quedaron refranes árabes que nos enseñaban mi papá y mis tías. Por ejemplo, ‘em saim metal tim lan el yeta’, que quiere decir ‘más desabrido que higo de lluvia’. Mi papá siempre tenía algún refrán árabe que significaba algo”, evoca con emoción.

Autor: José Yapor

“En mi casa se hablaba árabe, pero medio cocoliche”

La historia de las familias Sarkis – Aré, que incluye una vasta trayectoria comercial en nuestro medio, fue contada por Oscar Sarkis.

 

   Oscar Sarkis es hijo de Fares Bechara Sarkis y Amira Aré y nieto de Juan Aré y Ventura Rey, todos ellos inmigrantes libaneses. Es otro de los integrantes de la colectividad árabe de Chivilcoy, que accedió a contar la historia familiar.

   “Mi papá y mi mamá vinieron del Líbano. Mi mamá vino con la familia. Mi abuelo viajó a hacerse la América y se estableció en Entre Ríos. Emilio, el mayor de mis tíos, vino en ese viaje con su padre. Según me cuentan, porque en esa época los adultos no comentaban mucho con los chicos, en Entre Ríos mi abuelo tenía autorización para entrar a la cárcel y venderle a los presos. Ahí nació mi segunda tía, Emilia”, comienza su relato Oscar.

   Explica que su abuelo acostumbraba dejar “todo listo para volver de nuevo al Líbano. Dejaba los colchones colgados de los techos. Era albañil y tenía dos casas de ese tipo de piedra que se hacían entonces. Y tenía seis o siete terrenos con olivos, que allá tenían mucho valor. Volvió al Líbano con sus dos hijos –Emilio y Emilia- y allá nace mi mamá –Amira- y dos tías más, que eran María y Adela. No sé por qué motivo vuelve de nuevo a América y se establece en Chivilcoy, donde nace el menor de los hijos, José, en el lugar donde todavía estamos nosotros”.

   “El era oriundo de una ciudad que se llama Zgharta –especifica-. En mi casa se hablaba árabe, pero medio cocoliche, o sea mezclado. Mis tíos y mi mamá, que vinieron de chiquitos, nunca aprendieron a escribir en árabe. Y yo, como soy medio duro para los idiomas y en la escuela siempre me iba a examen en inglés, sólo aprendí algunas palabras del árabe, pero nunca a hablar”, afirma resignado.

   “En el año 1917, mi abuelo compra esta propiedad, que compartía con la familia Malfetano –apunta-. Cuando Malfetano se va y compra otra casa, mi abuelo le compra la esquina a una familia de apellido Bonecasse.  Al lado vivían los Grisolía y eran todos de la misma barra. Acá a la vuelta nació Pascual Contursi, en el garage de Grisolía”, precisa.

 

“La Central”

 

   También habló de la actividad comercial de su familia, en la recordada Tienda “La Central”, de Avenida Soárez y Rossetti. “Puso una tienda, como casi todos los que venían del Líbano. En la primera época, mi abuelo iba todos los días con el fardo al hombro a vender mercadería. Llegaba hasta Ayarza, iba y volvía. ¿Ahora quién va a hacer eso, de a pie y con un fardo al hombro? –se pregunta Sarkis-. La tienda se llamaba ‘La Central’. Mi tío y mis tías que estaban acá eran socios en la tienda. Tuvo la original idea de armar un equipo de transmisión con la camioneta para recorrer por todos lados haciendo publicidad.  Al principio, era un martillo y en el medio había un patio de esos antiguos con galería. Había un empleado que empezó a trabajar cuando mi mamá era soltera y se fue cuando yo tenía casi cuarenta años, cuando cerraron”.

   En su derrotero comercial, la tienda atravesó etapas críticas. “Mi tío, para hacer este edificio, pidió un crédito en el Banco Provincia –refiere-. Como la inflación lo superó, entró a pedir plata a los usureros, se empezó a hacer una bola cada vez más grande y se fundió. Como había comprado muchas propiedades y terrenos, los vendió y salvó todo esto y el galpón que está al lado de mi casa. En el ‘59, cuando me recibí de maestro en el Normal, se inauguró el local nuevo. Después, habrá durado cuatro años más, y se convirtió en el primer autoservicio de Chivilcoy. Se llamaba ‘El Galeón’. Como mi tío andaba mal, ponía el local y se asociaron un primo, hijo de Emilia -Pedro-, y León Lejman, que tenía ‘La casa del retazo’ al lado de lo que hoy es la pizzería ‘Don Pedrín’. No era de Chivilcoy. Era la persona que ponía el efectivo y ahí nació ‘El Galeón’, con los tres socios. En ese momento fue un boom; la gente hacía cola para comprar. Los que vivíamos acá participábamos de la sociedad y yo, además, era empleado”, añade.

 

Pasajes rotos

 

   “Mi papá viaja solo a la Argentina, a los treinta años, y se queda en la casa de una tía que ya vivía en Buenos Aires -señala Oscar-. Realmente cómo se conocen mi mamá y mi papá, no tengo idea, porque de eso nunca se hablaba con los chicos. El trabajaba en Buenos Aires y, después de un tiempo, se arrepiente de haber venido. Se carteaba con la madre y el padre; tenía siete hermanos en el Líbano. Por supuesto, debo tener infinidad de parientes que no conozco. El les pide a los padres que le mandaran los pasajes para volverse en barco. La tía recibe los pasajes, pero como se había encariñado con él, los rompe y no le dice nada. Después de un tiempo, cuando ya se había acostumbrado a vivir acá y todo eso, la tía le comenta que le había roto los pasajes que le habían mandado para volver”.

   Comenta que “en esta casa éramos muchos los que vivíamos: dos tías solteras, mi tío, mi mamá y mi papá. En esa época se acostumbraba a vivir juntos en la familia, especialmente los solteros. Después tenía dos tíos mayores, que estaban casados y tenían hijos, que vivían en sus propias casas”.

   Explica que, una vez, sus parientes del Líbano “hablaron con Jadiye Amado y le dijeron que si pasaban cincuenta años y nadie reclamaba unas propiedades, el gobierno se iba a quedar con todo. Entonces, ahí empiezan a hacer los trámites para venderlas. Los parientes no quieren saber nada, pero había otros parientes que tenían plata y estaban en el Ministerio de Justicia, que consiguieron vender las propiedades. Mis tíos me querían mandar a mí, porque si iba allá las podía vender a mejor precio. Pero yo tendría veinte años y no tenía ni idea”, agrega.

   Al preguntarle si tiene parientes en la tierra de sus ancestros, asegura que “por el lado de Sarkis nunca supe nada. El único que se comunicaba era mi papá, con la madre y los hermanos. Les mandaba cartas, porque él sabía escribir en árabe, pero una vez que muere se cortó la comunicación. Ni sabrían ellos que había muerto, porque no hubo forma de comunicarles”.

   Detrás de su nombre, también hay una historia particular: “Cuando nací me querían poner Bechara, pero lo tenían que traducir al castellano y era Anunciato. Entonces, el tipo del Registro Civil los convenció y les dijo: ‘No le pongan ese nombre, porque cuando vaya a la escuela los chicos lo van a cargar’. Y me pusieron Antonio como segundo nombre, porque eran devotos de San Antonio”.

   Sobre el resto de la familia Aré, Oscar Sarkis explica que “Emilio tuvo dos hijos: Juan e Isabel. Vivían en la avenida Ceballos y tenían una tienda. Emilia era casada con un primo, también de apellido Aré, y tuvieron seis hijos, entre ellos mellizas. El único que vive es Ricardo, que es médico cirujano y vive en Saladillo”.

   En el tramo final de la entrevista, habló de sus propias actividades: “Empecé vendiendo perfumes dentro de ‘El Galeón’ y, cuando cerró, me quedé con la perfumería. Llegué a tener cuenta corriente en setenta laboratorios y empresas importantes. Después salí a vender en los negocios, como peluquerías y kiosquitos, y llegué a tener ciento y pico de clientes. Un día me vinieron a buscar de la Escuela Integral, en el año ‘77, para dar clases de ajedrez. La materia era extraprogramática. La escuela era de doble turno y yo daba clases por la tarde a los grados superiores: quinto, sexto y séptimo. Estuve hasta el año ‘90, cuando la sacaron por un problema de espacio. En el ‘89, el Integral crea el secundario, que iba a la tarde y empezaba a las cinco, cuando se retiraban los chicos del primario. En invierno se hacía de noche; entonces, agregaron algunas horas a la mañana y sacaron de la tarde las extraprogramáticas. En los últimos años que estuve yo, además, empezó a ser escuela mixta”, completa.

   Oscar está casado con María Herminia Cartier, docente jubilada de vasta trayectoria en diferentes distritos bonaerenses. Son sus hijos Silvina y Enrique. Entre sus nietos se cuentan Pablo, Carolina, Hernán, Fátima, Maia y Olivia.

Autor: José Yapor

Los Abraham: del Líbano a Las Marianas

Máximo Abraham y Fatún Samad tuvieron dieciséis hijos, que continuaron con la tradición comercial de la familia en el rubro panadería.

 

 

   Ale Husain Obeid, anotado en el puerto de Buenos Aires como Máximo Abraham, llegó a la Argentina el 14 de enero de 1914 procedente de Bajún, poblado cercano a Trípoli -en el norte libanés-, a bordo de un barco que partió antes que el accidentado Principesa Mafalda.

   Nacido el 16 de marzo de 1900, Máximo se casó con María Josefa Sarlenga, con quien formó una numerosa familia que se completa con sus hijos Nélida, Abelardo, Mainardo, Elsa, Haydée, Delia, María Josefa, Máximo Alcides, Leonardo, Aldo José (‘Yeye’), Orlando Husain, Yamila, Roberto, Ulises Odubaldo y Zulma Nidia.

   El relato de la rica historia familiar, que tuvo como escenario principal la localidad de Las Marianas (Partido de Navarro), estuvo a cargo de María Josefa Abraham.

   “Mi papá llegó a América un 14 de enero de 1914 y cumplió los 14 años el 16 de marzo –puntualiza María Josefa-. Vino solito y acá lo esperaban dos hermanos de mi abuelo. Cuando llegó, mis tíos le tenían preparado el fardo con ropa para que saliera a trabajar. El contaba que dejó su equipaje a un lado, hasta que los encontrara en el puerto, y cuando lo fue a buscar no lo encontró. Se lo habían robado o equivocaron el equipaje, pero no lo encontró”.

   Relata María Josefa que su padre “a los 19 años se pone de novio con mi mamá, María Josefa Sarlenga, nacida en Chacras de Lobos. Mi abuelo vivía en un puesto donde hacían chacra y ella le ayudaba. Vinieron al pueblito de Las Marianas y ahí se conocieron. Con uno de los tíos tenía más afinidad. Hablaban de negocios y progreso y pusieron una panadería en sociedad. Mi papá compró maquinaria y él le dio la casa. Empezó a trabajar en panadería. No dejó el negocio de ropa. Después compró un camión y empezó a comprar frutos del país, como cerda, lana y cuero. Seleccionaba todo en casa, se trabajaba y se mandaba todo a plaza, a Buenos Aires”, recuerda.

   A diferencia de muchos otros paisanos, don Máximo regresó a su tierra tras el paso de algunos años. “Viajó al Líbano con mi mamá y el menor de mis hermanos, Ulises. Mi hermanito estuvo muy mal, nunca supimos por qué, y no quiso dejarlo aquí en la Argentina. Regresaron, vio a sus hermanos allá, después sus hermanos vinieron a visitarlos y tengo el nombre de uno: Mohamed Elgul Obeid, hijo de una hermana de mi papá”, cuenta.

   “Mi abuelo era califa o sheik de las aguas territoriales; tenía un alto cargo en el Líbano. No sé con qué vecino hubo un problema con las aguas. Creo que una vez le pasó algo raro a mi papá y, para que no pasara a mayores, mi abuelo lo mandó a América con los hermanos que estaban acá”, refiere.

   María Josefa evoca los tiempos en que su padre salía a vender con el fardo al hombro por poblados del oeste bonaerense. "En el pueblo Las Marianas agarraba por las vías. Salía con sus fardos y entraba donde encontraba un pueblito. Con el fardo al hombro llegaba a Henderson, en la línea del ferrocarril Belgrano. Lo hacía todo caminando”, asegura.

 

Dos banderas

 

   “En la panadería y en la tienda ponía la bandera argentina y la bandera árabe, con la estrella y la media luna blanca –enfatiza-. Ahora se suplantó por el cedro. Mi hermana conserva la bandera allá, en Las Marianas. Está todavía la panadería primitiva. De esa panadería salieron panaderías para Almeyra, Navarro, Carmen de Areco y Chivilcoy. Mi hermano falleció, pero está la señora con uno de los nietos trabajando en la panadería. Es en la calle 28 al 130. Todos los negocios se llaman ‘El Porvenir’ y todos hacen un pan especial”, destaca.

   La familia desembarcó en Chivilcoy para abrirse nuevos horizontes y para que sus hijos pudieran estudiar. “Las chicas de mi hermana querían estudiar y en Las Marianas no había. Tenían que viajar a Navarro o algo así. Una familia amiga de Las Marianas que estaba en Chivilcoy, les dijo que acá había escuelas y se vinieron a estudiar. Llegamos a Chivilcoy por eso. Cuando cerraron el ferrocarril, tuvimos que emigrar nosotros. Fuimos hasta Margarita, en el Chaco santafesino. Allá teníamos colegio para Walter en Calchaquí y para la nena no sé en qué otro lado y de tarde. Y nos vinimos a Chivilcoy”, explica.

   Por último, afirma que “en Las Marianas no había familia que no fuera propietaria de su casa. Era un pueblo de campo donde todos los días iban tres trenes para la Capital y otros tres volvían. Cuando sacaron el ferrocarril se vino abajo”, concluye.

   María Josefa Abraham está casada con Héctor Aníbal Díaz. Sus hijos son Walter y Alejandra Díaz.

Máximo Abraham y Fatún Samad tuvieron dieciséis hijos, que continuaron con la tradición comercial de la familia en el rubro panadería.

Autor: José Yapor

“Con ese charré y el caballo trabajó toda su vida”

Carlos Sleyman recordó a su padre, Brahim Hasan, inmigrante de origen sirio que arribó al país a fines de los años ‘20.

 

   “Mi padre vino de Siria. Allá era casado. Llegó a Italia con la señora y dos hijos, pero la señora no pudo seguir por un problema en la vista y volvió a Siria. El siguió viaje a la Argentina y los paisanos lo mandan a Chivilcoy. Acá había un paisano, Enrique Amado, que tenía una tienda en avenida Sarmiento y Brandsen. A todo paisano que llegaba le daba mercadería para que saliera a vender. Llegó en el año 1929, trabajó tres años vendiendo mercadería y vuelve a Siria para traer a su familia. En el segundo intento tampoco pudo; entonces, vuelve a la Argentina y después de unos años se casa con quien fue mi mamá. Tuvo seis hijos, cinco mujeres y yo. Para poder casarse acá dijo que era viudo. En una palabra, mi padre era bígamo. En esa época se usaba la dote, como la usan actualmente los gitanos. Cuando se casaron, mi papá tenía 48 años y mi mamá, 16. Desde que tuve uso de razón, hasta la juventud, supe que mi padre giraba dinero para su familia que había quedado allá. Inclusive mi mamá sabía que allá tenía familia”.

   Quien cuenta esta historia es Carlos Alberto Sleyman, hijo de Brahim Hasan Sleyman y Sara Blale (Blel, por su fonética). Su padre nació en Haret El Waquef, Partido de Draikich (Siria). La familia se completa con sus hermanas María Teresa (Maríe en árabe), Marta Susana (Fodda), Ana María (Leila), Marcela Patricia (Yamile) y Rosana Alejandra (Amine).

   “Crió seis hijos y llegó a tener casi un cuarto de manzana por la plaza Moreno, todo con ese trabajo de ‘turco’. Si a mi padre alguien le decía ‘turco’, lo peleaba. Eso fue así porque los que venían de allá tenían pasaporte turco, porque estaban justamente bajo bandera turca. Con mi padre no fue así, porque tenía pasaporte francés. Quiere decir que a él tranquilamente le podrían haber dicho ‘el francés’”, relata.

   Cuenta Carlos que “la casa estaba sobre Primera Junta, a una cuadra y media de la plaza Moreno. A la vuelta, sobre calle Frías entre avenida Ortiz y Primera Junta, teníamos otra entrada por donde entraba el charré cuando volvía de la recorrida por el campo”.

   “Primero salió a pie. Iba hasta una tranquera con un fardo y luego volvía a cierta distancia, donde había dejado el otro fardo, y lo llevaba. Un sacrificio grande. Después compró el charré y luego quiso progresar y compró una Ford A, pero como no la quería meter en el barro, porque la cuidaba mucho, la vendió y volvió a comprar un charré. Con ese charré y el caballo trabajó toda su vida”, destaca. 

El recorrido

   Cada vendedor ambulante de origen árabe tenía su propio recorrido y, entre los miembros de la colectividad, existía una especie de pacto no escrito que evitaba la competencia en una misma zona.

   “El generalmente hacía la zona de Henry Bell y, como en abanico, iba a La Rica, parte de Gorostiaga y tocaba un poquito de San Sebastián. Ese abanico entre Henry Bell y Gorostiaga, lo hacía todo. El hablaba de viajes cortos y largos. Había viajes en los que estaba una semana sin volver. Otros viajes, que eran largos, le llevaban quince o veinte días. Llevaba su catre, pero la gente no lo dejaba dormir en el galpón. Dormía con los hijos de los clientes que visitaba. Los padres de algunos clientes que tengo en mi negocio, dormían con mi papá. Los clientes de mi papá, cuando venían cada quince días al pueblo, desataban el sulqui en mi casa, hacían las compras, almorzaban, hacían una siestita en casa, ataban y se iban para el campo.

   Ferviente musulmán, de la rama alauita, Sleyman explica que junto a sus hermanas “aprendimos a hablar el árabe casero antes que el castellano, pero el árabe común, porque el idioma es muy amplio. Mi mamá era hija de sirio; entonces, lo hablaban entre ellos y nos hablaban a nosotros. Después, con la primaria y los chicos del barrio, fuimos aprendiendo el castellano. Se casaron en 1945. Mi mamá vino de Buenos Aires y mi papá ya había comprado la casa. Se conocieron por intermedio de miembros de la colectividad. Al lado de Ciudadela hay un barrio que se llama José Ingenieros. En ese barrio, dentro de 10 o 20 manzanas, el 80% era árabe. Inclusive está la Sociedad Alauita, una de las ramas del Islam. Ahí se conoció con mi mamá. Mi padrino, por religión, era el presidente honorario o fundador de esa sociedad. Era el padre de Jadiye, la esposa de Abraham Amado. Puede haber descendientes de musulmanes, pero el único que profesa la religión acá, en Chivilcoy, soy yo. No quedó otro. Al ser el padre de Jadiye mi padrino, ella pasó a ser hermana por religión e inclusive sus hijos, Sami, Jalil y Fátima, sobrinos míos por religión”, puntualiza.

   Del legado de sus mayores, Carlos Sleyman rescata “la honestidad, el sacrificio, el trabajo, la constancia, la crianza, la buena educación, el ser familiero, el no subestimar a los demás, la fe y las creencias que mamamos de chiquitos”.

   Este hombre, casado con Amalia Esther Jaime y padre de Daniela Carla, mantiene en pie las tradiciones árabes. A su fe inquebrantable, suma su gusto por la música de Medio Oriente y sus buenas cualidades como cocinero de “niños envueltos con hojas de parra, kebbe al horno relleno, chinchulines rellenos, sfijas (empanadas), burgol y laben (yogur). Viendo a mi madre y preguntando, fui aprendiendo, aunque me falta aprender algo de repostería”, reconoce.

Autor: José Yapor 

“Continuamos con muchas de las tradiciones”

Mabel Posik, hija de inmigrantes árabes, contó la historia de una familia con profundo arraigo en la comunidad chivilcoyana. La historia comenzó a escribirse con la llegada a estas tierras de cinco hermanos procedentes de Siria. 

 

   Mabel Posik es parte de una familia con presencia centenaria en Chivilcoy. La historia se inició con el arribo a nuestra ciudad de cinco hermanos que, imitando a millones de connacionales, abandonaron su Siria natal y eligieron como destino el continente americano, forzados por la dominación turca.  

   “Papá, Agustín, llegó a estas tierras muy joven, no sé con exactitud a qué edad. Vinieron escapando de la guerra cuatro varones y una mujer: Julio, Zaqui (José), Aviv, Jorge, Agustín y Jatún. Los mandó su mamá para salvarlos sabiendo, tal vez, que nunca más los volvería a ver”, comenta Mabel.

   “Su ciudad de origen fue Mardin – Alepo (Siria). En ella quedaron seis hermanos más, uno de los cuales era sacerdote. Papá sabía contar que tenían allí una holgada posición económica, pues se dedicaban a la crianza de caballos de carrera. Poseían una casa de dos pisos, que fue destruida totalmente por el flagelo de la guerra. Tal vez, a ello se debió la decisión de mi abuela Farida –así se llamaba mi abuela paterna-, para que vinieran a América”, explica.

   Los hermanos Posik “navegaron durante mucho tiempo y pasaron muchas peripecias, dado que los barcos de aquella época nada tenían que ver con los actuales. Al llegar a Buenos Aires, la primera dificultad fue el idioma, totalmente desconocido, y decidieron establecerse en Chivilcoy porque ya había otros paisanos”, relata Mabel.

   Una vez establecidos en Chivilcoy, algunos de ellos decidieron probar suerte en otros lugares. En tal sentido, Mabel apunta que “luego de un tiempo, mi tío Aviv se fue a Brasil para probar suerte y mi tío Zaqui se trasladó a Buenos Aires con la misma intención. Mi papá, mi tío Julio y mi tía Jatún se quedaron acá, pero más adelante mi tío Julio también se fue a Buenos Aires. Quedaron en Chivilcoy mi papá y mi tía”, añade.

 

El fardo al hombro

 

   Don Agustín “alquiló una casa en Avenida Ceballos y Boquerón. Salió a vender al campo con su fardo al hombro –primero-, luego compró una jardinera y finalmente una chatita, que sólo arrancaba dándole manija. Allí hizo una buena clientela. Cuando se afianzó económicamente, dejó de salir al campo y se estableció en la tienda ubicada en avenida Ceballos y Boquerón, llamada La Florida. Logró hacer una posición económica buena, no rica, sino holgada. Sus clientes eran amigos y venían a realizar sus compras, que pagaban después de levantar la cosecha. Venían desde la mañana, almorzaban en casa y luego regresaban”, rememora.

   “Y llegó el momento de formar una familia –continúa-. Le comentaron que había chicas casaderas paisanas en Chacabuco y allí fue Agustín. Se presentó y le gustó una, llamada María, y comenzó a visitarla hasta que se casaron, después de un noviazgo no muy largo. Se casaron en Chacabuco, pero la fiesta se hizo en Chivilcoy y duró siete días, porque a donde iban los novios a cenar, eran acompañados por todas las familias”.

   Precisa nuestra entrevistada que su mamá tenía veintiún años y su padre, treinta y cinco y destaca que “formaron una familia maravillosa. Nacimos tres hijos: mi hermano Rafael (‘Negro’), Mabel y, después de once años, Graciela. A pesar de poseer la virtud de la humildad, nos dieron una cultura y respeto, de esos que los libros no te brindan”, subraya.

   Mabel describe a su padre como “un hombre mesurado, pacífico, honesto, luchador, que cumplía con su palabra cueste lo que cueste y decía que, antes de emitirla, había que pesarla, porque una vez emitida no tenía regreso”.

   “A propósito de ello, aprovecho a decir que fue un autodidacta. Le enseñó a leer y a escribir a un amigo que se llamaba Esteban Córdoba, a quien todos apreciábamos y respetábamos. Todas las noches venía a visitarnos, tanto en invierno como en verano. Mi papá sabía muy bien leer y escribir el árabe y, cuando llegaban las noticias del ‘bled’ –es decir, de su país- se reunían en el comedor de mi casa. Mi padre sentado en el medio y los demás sentados a su alrededor; el leía y les explicaba la carta. Era hermoso” recuerda.

   “Yo sólo lo disfruté veintidós años, porque falleció muy joven”, lamenta, y enseguida afirma que “mi niñez y adolescencia me marcaron para bien para toda mi vida”.

   “Recuerdo que, dentro de las tradiciones árabes, también los sábados a la noche venían mis tíos y algunos vecinos y jugaban al praf, juego árabe con cartas de poker. Mientras las mujeres conversaban, los niños jugábamos”, puntualiza.

   “Los domingos a la mañana –prosigue-, se preparaba una vez en cada casa un vermouth. Iban los hombres y después cada uno volvía a su casa. Una costumbre hermosa era que, después de cenar –a lo que se le decía ‘alzara’- íbamos a tomar un café a la casa de mi tía, quien nos servía la fruta cortada y pelada”.

   Al referirse a su madre -María Antonio-, cuenta con emoción que “fue una compañera excelente, que ayudó muchísimo a papá en el negocio. En tiempos en que se viajaba a Buenos Aires, mi padre lo hacía todos los martes. Iba en el tren de las 9 y 20 de la mañana y volvía en el que llegaba a las 21. Al día siguiente, venían los clientes a buscar sus encargos y a ver las novedades del mercado”.

 

El valor de la palabra

 

   Mabel Posik realizó una fructífera carrera docente en escuelas primarias de nuestro medio. Quien esto escribe fue su alumno en sexto grado, en la Escuela Nº 7, allá por 1979. Ya retirada de la profesión, hoy dedica la mayor parte de su tiempo a sus seres queridos. Integra la Asociación de Maestros Jubilados y, junto a su esposo, forma parte de la Peña “El conejo blanco”. Fiel a la vocación que abrazó de joven, les da clases de apoyo escolar a sus nietos.

   “Nosotros continuamos con muchas de las tradiciones, reuniones familiares, música, un poco del idioma y las típicas comidas que no faltan en la mesa de los domingos”, resalta.

   Como homenaje silencioso a aquellos sacrificados inmigrantes árabes, Mabel asegura que “tratamos de continuar el legado que nos dejaron nuestros padres en nuestros hijos y nietos. Para mí la palabra sigue siendo tan importante como lo fue para mis padres. A mis hijos, siempre les digo que lo importante no es ser ricos o pobres, sino buenas personas… y lo son”, concluye.

   Mabel Posik está casada con Juan Carlos Marino. Sus hijos son Juan Pablo –casado con Adriana-, María Carla y Marianela –esposas de Martín y de Gastón, respectivamente-. Sus cinco nietos son Camila, Sofía, Milagros, Franco y Priscilla. En noviembre próximo se ampliará la familia: llegará el primer bisnieto. 

Autor: José Yapor