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La locomotora del oeste

“En mi casa se hablaba árabe, pero medio cocoliche”

La historia de las familias Sarkis – Aré, que incluye una vasta trayectoria comercial en nuestro medio, fue contada por Oscar Sarkis.

 

   Oscar Sarkis es hijo de Fares Bechara Sarkis y Amira Aré y nieto de Juan Aré y Ventura Rey, todos ellos inmigrantes libaneses. Es otro de los integrantes de la colectividad árabe de Chivilcoy, que accedió a contar la historia familiar.

   “Mi papá y mi mamá vinieron del Líbano. Mi mamá vino con la familia. Mi abuelo viajó a hacerse la América y se estableció en Entre Ríos. Emilio, el mayor de mis tíos, vino en ese viaje con su padre. Según me cuentan, porque en esa época los adultos no comentaban mucho con los chicos, en Entre Ríos mi abuelo tenía autorización para entrar a la cárcel y venderle a los presos. Ahí nació mi segunda tía, Emilia”, comienza su relato Oscar.

   Explica que su abuelo acostumbraba dejar “todo listo para volver de nuevo al Líbano. Dejaba los colchones colgados de los techos. Era albañil y tenía dos casas de ese tipo de piedra que se hacían entonces. Y tenía seis o siete terrenos con olivos, que allá tenían mucho valor. Volvió al Líbano con sus dos hijos –Emilio y Emilia- y allá nace mi mamá –Amira- y dos tías más, que eran María y Adela. No sé por qué motivo vuelve de nuevo a América y se establece en Chivilcoy, donde nace el menor de los hijos, José, en el lugar donde todavía estamos nosotros”.

   “El era oriundo de una ciudad que se llama Zgharta –especifica-. En mi casa se hablaba árabe, pero medio cocoliche, o sea mezclado. Mis tíos y mi mamá, que vinieron de chiquitos, nunca aprendieron a escribir en árabe. Y yo, como soy medio duro para los idiomas y en la escuela siempre me iba a examen en inglés, sólo aprendí algunas palabras del árabe, pero nunca a hablar”, afirma resignado.

   “En el año 1917, mi abuelo compra esta propiedad, que compartía con la familia Malfetano –apunta-. Cuando Malfetano se va y compra otra casa, mi abuelo le compra la esquina a una familia de apellido Bonecasse.  Al lado vivían los Grisolía y eran todos de la misma barra. Acá a la vuelta nació Pascual Contursi, en el garage de Grisolía”, precisa.

 

“La Central”

 

   También habló de la actividad comercial de su familia, en la recordada Tienda “La Central”, de Avenida Soárez y Rossetti. “Puso una tienda, como casi todos los que venían del Líbano. En la primera época, mi abuelo iba todos los días con el fardo al hombro a vender mercadería. Llegaba hasta Ayarza, iba y volvía. ¿Ahora quién va a hacer eso, de a pie y con un fardo al hombro? –se pregunta Sarkis-. La tienda se llamaba ‘La Central’. Mi tío y mis tías que estaban acá eran socios en la tienda. Tuvo la original idea de armar un equipo de transmisión con la camioneta para recorrer por todos lados haciendo publicidad.  Al principio, era un martillo y en el medio había un patio de esos antiguos con galería. Había un empleado que empezó a trabajar cuando mi mamá era soltera y se fue cuando yo tenía casi cuarenta años, cuando cerraron”.

   En su derrotero comercial, la tienda atravesó etapas críticas. “Mi tío, para hacer este edificio, pidió un crédito en el Banco Provincia –refiere-. Como la inflación lo superó, entró a pedir plata a los usureros, se empezó a hacer una bola cada vez más grande y se fundió. Como había comprado muchas propiedades y terrenos, los vendió y salvó todo esto y el galpón que está al lado de mi casa. En el ‘59, cuando me recibí de maestro en el Normal, se inauguró el local nuevo. Después, habrá durado cuatro años más, y se convirtió en el primer autoservicio de Chivilcoy. Se llamaba ‘El Galeón’. Como mi tío andaba mal, ponía el local y se asociaron un primo, hijo de Emilia -Pedro-, y León Lejman, que tenía ‘La casa del retazo’ al lado de lo que hoy es la pizzería ‘Don Pedrín’. No era de Chivilcoy. Era la persona que ponía el efectivo y ahí nació ‘El Galeón’, con los tres socios. En ese momento fue un boom; la gente hacía cola para comprar. Los que vivíamos acá participábamos de la sociedad y yo, además, era empleado”, añade.

 

Pasajes rotos

 

   “Mi papá viaja solo a la Argentina, a los treinta años, y se queda en la casa de una tía que ya vivía en Buenos Aires -señala Oscar-. Realmente cómo se conocen mi mamá y mi papá, no tengo idea, porque de eso nunca se hablaba con los chicos. El trabajaba en Buenos Aires y, después de un tiempo, se arrepiente de haber venido. Se carteaba con la madre y el padre; tenía siete hermanos en el Líbano. Por supuesto, debo tener infinidad de parientes que no conozco. El les pide a los padres que le mandaran los pasajes para volverse en barco. La tía recibe los pasajes, pero como se había encariñado con él, los rompe y no le dice nada. Después de un tiempo, cuando ya se había acostumbrado a vivir acá y todo eso, la tía le comenta que le había roto los pasajes que le habían mandado para volver”.

   Comenta que “en esta casa éramos muchos los que vivíamos: dos tías solteras, mi tío, mi mamá y mi papá. En esa época se acostumbraba a vivir juntos en la familia, especialmente los solteros. Después tenía dos tíos mayores, que estaban casados y tenían hijos, que vivían en sus propias casas”.

   Explica que, una vez, sus parientes del Líbano “hablaron con Jadiye Amado y le dijeron que si pasaban cincuenta años y nadie reclamaba unas propiedades, el gobierno se iba a quedar con todo. Entonces, ahí empiezan a hacer los trámites para venderlas. Los parientes no quieren saber nada, pero había otros parientes que tenían plata y estaban en el Ministerio de Justicia, que consiguieron vender las propiedades. Mis tíos me querían mandar a mí, porque si iba allá las podía vender a mejor precio. Pero yo tendría veinte años y no tenía ni idea”, agrega.

   Al preguntarle si tiene parientes en la tierra de sus ancestros, asegura que “por el lado de Sarkis nunca supe nada. El único que se comunicaba era mi papá, con la madre y los hermanos. Les mandaba cartas, porque él sabía escribir en árabe, pero una vez que muere se cortó la comunicación. Ni sabrían ellos que había muerto, porque no hubo forma de comunicarles”.

   Detrás de su nombre, también hay una historia particular: “Cuando nací me querían poner Bechara, pero lo tenían que traducir al castellano y era Anunciato. Entonces, el tipo del Registro Civil los convenció y les dijo: ‘No le pongan ese nombre, porque cuando vaya a la escuela los chicos lo van a cargar’. Y me pusieron Antonio como segundo nombre, porque eran devotos de San Antonio”.

   Sobre el resto de la familia Aré, Oscar Sarkis explica que “Emilio tuvo dos hijos: Juan e Isabel. Vivían en la avenida Ceballos y tenían una tienda. Emilia era casada con un primo, también de apellido Aré, y tuvieron seis hijos, entre ellos mellizas. El único que vive es Ricardo, que es médico cirujano y vive en Saladillo”.

   En el tramo final de la entrevista, habló de sus propias actividades: “Empecé vendiendo perfumes dentro de ‘El Galeón’ y, cuando cerró, me quedé con la perfumería. Llegué a tener cuenta corriente en setenta laboratorios y empresas importantes. Después salí a vender en los negocios, como peluquerías y kiosquitos, y llegué a tener ciento y pico de clientes. Un día me vinieron a buscar de la Escuela Integral, en el año ‘77, para dar clases de ajedrez. La materia era extraprogramática. La escuela era de doble turno y yo daba clases por la tarde a los grados superiores: quinto, sexto y séptimo. Estuve hasta el año ‘90, cuando la sacaron por un problema de espacio. En el ‘89, el Integral crea el secundario, que iba a la tarde y empezaba a las cinco, cuando se retiraban los chicos del primario. En invierno se hacía de noche; entonces, agregaron algunas horas a la mañana y sacaron de la tarde las extraprogramáticas. En los últimos años que estuve yo, además, empezó a ser escuela mixta”, completa.

   Oscar está casado con María Herminia Cartier, docente jubilada de vasta trayectoria en diferentes distritos bonaerenses. Son sus hijos Silvina y Enrique. Entre sus nietos se cuentan Pablo, Carolina, Hernán, Fátima, Maia y Olivia.

Autor: José Yapor

“Pensaba que estos pueblos iban a desaparecer, pero nosotros los vamos a seguir viendo”

Horacio Alvarez (“El Negro”) y el almacenero Artemio Giménez recordaron cómo se vivía en Benítez en los años en que la activad tambera era el motor de la economía local.

 

 

   Benítez es una localidad del Partido de Chivilcoy, a la que se llega a través de su acceso pavimentado por la Ruta Provincial 51 o bien por medio del tren de la empresa Ferrobaires, de frecuencia diaria.

   Todos los años, en el mes de septiembre, se realiza la Fiesta del Agricultor, en las cómodas instalaciones del Club San Martín, ubicado frente a la estación. En el mismo lugar donde, hasta hace algunos años, se armaban unas concurridas cenas con milonga hasta bien entrada la madrugada.

   En el viejo almacén del pueblo, ubicado a pocos metros del paso a nivel, su propietario Artemio Giménez, acompañado por su esposa Ester, y el vecino Horacio Alvarez recordaron cómo era Benítez en los tiempos en que vivía mucha gente en las chacras, contaron cómo se vive ahora y hasta se animaron a opinar cómo será el futuro para sus pobladores.

   Horacio Alvarez, a quienes todos conocen como “El Negro”, comienza diciendo que “nosotros nacimos, crecimos y seguimos viviendo en el pueblo. Lo vimos cuando no tenía entrada de asfalto ni luz eléctrica ni circulaban los autos y camionetas que hoy circulan. Eran charrets o chicos que venían a la escuela a caballo. Desde ya, ha cambiado. Antes las familias eran más grandes; en las casas había diez o doce personas. Uno no se da cuenta, porque los cambios a veces no son abruptos, pero hoy hay luz eléctrica, asfalto y todo el mundo tiene su autito o motito. Es otro pueblo. Va al ritmo del avance general de la gente. Lamentablemente en otros pueblos, como (Ramón) Biaus o San Sebastián, por ejemplo, no pasa lo mismo porque no tienen la entrada de pavimento. Acá, vos podés ver que los domingos viene gente de Chivilcoy a dar unas vueltas. Ha cambiado con relación a aquello que vimos 40 o 50 años atrás”, analiza.

   Artemio Giménez advierte que “lo que pasó es que nos estamos quedando sin juventud, porque los jóvenes se van. Hay poco trabajo y el campo ocupa poca gente. Ya no es como antes y el que se va al pueblo, no viene más. Conozco muchos chicos que se han ido a Chivilcoy y no volvieron más. Acá viven más o menos 80 personas. Antes éramos muchos más, porque en los campos trabajaba mucha gente. Había cuatro negocios grandes y todos trabajaban. Ahora ni carnicería tenemos. Había venta de combustible acá en la esquina y también en la Casa Suárez, que hacía acopio de cereales”.

                                                              Exodo 

   Retoma “El Negro” y comenta que “al no haber una fábrica que de trabajo, los chicos se ven obligados a irse a la ciudad. Los que se quedan, el único futuro que tienen es trabajar arriba de un tractor. A muchos eso no les gusta, porque no tiene un futuro. Si se construyeran casas, a lo mejor alguna persona de Chivilcoy, aunque sea para fin de semana viene. Esto es muy difícil de lograr, porque hacer una casa para que alguien la ocupe solo el fin de semana, no tiene mucho sentido tampoco. Por lo menos seguimos subsistiendo. Yo pensaba que estos pueblos iban a desaparecer, pero nosotros los vamos a seguir viendo. Gracias a Dios el tren todavía para, porque es un medio de trasporte barato y la gente lo utiliza. Lamentablemente en otros lugares ya no lo tienen”, apunta.

   A nivel educativo, Benítez “tiene escuela primaria y el Seim, que viene a ser el jardín de infantes. Los chicos de la secundaria tienen que viajar en una trafic, que va y vuelve todos los días. En nuestra época de jóvenes no teníamos esa posibilidad. La escuela es la Nº 25 y se llama Martín Miguel de Güemes. En el ‘92 cumplió cien años. El Seim funciona en la misma escuela desde hace diez años”, señala Alvarez.

   Artemio indica que “hubo una fábrica de leche en polvo, que se llamaba San Cayetano. El dueño era de apellido Corradini, una persona de Buenos Aires. Supo tener 22 empleados. Después estuvo un tiempo La Vascongada y luego funcionó un frigorífico que cerró. Ahora está abandonada y no se hace ninguna actividad. Después, pusieron un lavadero de bidones de plástico, pero por muy poco tiempo”.

   Horacio señala que en la actualidad “hay dos plantas de silos, pero no emplean a mucha gente. Habrá cuatro o cinco personas. Están muy automatizadas y funcionan con muy poca gente. Lo que hay es mucho movimiento de camiones, que entran y salen continuamente. No están en el pueblo continuamente, pero parece que fuera un movimiento terrible, porque por día entran montones de camiones”.

   Asegura que “si hoy existiera una fábrica con 20 empleados, el pueblo sería otro. En aquel tiempo, sin las condiciones que hay hoy, trabajaban 20 operarios y eso es muchísimo para un pueblo chico”. 

                                            Los números, de ayer a hoy 

   Artemio le pone cifras a este relato que recorre el pasado y el presente de Benítez: “Con todos los tambos que había, se producían 12 mil litros de leche por día y, ahora, un tambo solo saca 8 mil litros. Cerca del pueblo han quedado dos tambos de mil litros cada uno. Entre esos tres tambos producen 10 mil litros”.

   Y agrega “El Negro”: “En ese tiempo, cada tambo hacía 200 o 300 litros y traían la producción en tarros de 50 litros. Muy pocos traían 20 tarros; la mayoría traía 2 o 3. ¡Había que juntar 12 mil litros así! Los tarros se descargaban a mano, no como ahora, que el camión atraca y descarga. Precisaban gente para eso. Con el tiempo vinieron de aluminio, pero los primeros eran de chapón, muy pesados”, describe.

   “En Casa Suárez, lo hemos visto nosotros, traían las bolsas en chatas o acoplados y estaban los estibadores, los bolseros, que las tenían que descargar también a mano. Un trabajo bastante complicado. Esas bolsas se llevaban en trenes o camiones para el puerto. Era un trabajo muy rudo. Había gente que lo hacía, pero no era para cualquiera”, remarca.

   La zona de Benítez no es ajena al fenómeno del desplazamiento de la ganadería por la producción agrícola. Al respecto, Artemio afirma que “quedó poco ganado” y calcula que “habrá siete u ocho productores que se siguen dedicando a la ganadería”. Alvarez precisa que “el 90% es agricultura” y confirma que “la vaca ha desaparecido de esta zona”.

   La historia del transporte también tiene su lugar en la memoria de los parroquianos: “Cuando no estaba hecha la Ruta 5, pasaba una línea de colectivos que se llamaba La Florida y venían de Bragado. Pasaba un servicio por hora. Habrá funcionado hasta el ‘55 o ‘56, cuando se hizo la Ruta 5. Había una ley que decía que las rutas nacionales o provinciales no podían pasar a menos de 2 kilómetros de la estación. Por eso la 51 pasa a dos kilómetros. La 5 no pasa muy cerca; está a 6 kilómetros y, aunque los colectivos siguen pasando, pasan a seis kilómetros”, puntualiza Alvarez.

   Sobre los años mozos del ferrocarril, Artemio recuerda que “había cuatro cambistas, cuatro auxiliares y el jefe. Además, los que venían a hacer los relevos cuando el personal tomaba franco”.

   Por último, con un dejo de resignación, “El Negro” Alvarez refiere que “la planta de Sancor estaba proyectada para construirla acá, pero no fue posible por la falta de asfalto”. Para que el proyecto avanzara, hubiera sido necesaria la pavimentación del camino paralelo a la vía, desde el puente de la ruta 51 hasta el casco del pueblo. 

Autor: José Yapor

“Ya no hay nadie que nos de órdenes”

Ernesto González cuenta la experiencia de la Cooperativa de Trabajo Chilavert Artes Gráficas, una empresa recuperada por los trabajadores.

 

   Con sede en el barrio porteño de Nueva Pompeya, la Cooperativa de Trabajo Chilavert Artes Gráficas es una de las empresas recuperadas por sus trabajadores, en 2002, en plena crisis económica.

   Ernesto González, secretario de la cooperativa, contó a La locomotora del Oeste cómo se fue dando el proceso que condujo al actual modelo de empresa autogestionada.

¿Cuál fue el origen de la cooperativa?

   La cooperativa se formó por la necesidad que teníamos de mantener nuestras fuentes de trabajo cuando en el año 2002 la empresa estaba a punto de quebrar e íbamos a quedar en la calle. El patrón quería vaciar la empresa, porque estaba en una situación bastante complicada. Ahí nosotros decidimos ocupar la planta, para evitar que vaciara la empresa, y eso fue sembrando la idea de no dejarlo que quiebre tampoco. No queríamos cobrar una indemnización, sino mantener nuestras fuentes de trabajo. Fue así que la historia avanzó y fuimos paso a paso animándonos a ponerla a producir. Logramos salvar los bienes que iban a ser rematados, con una ley de expropiación de la Ciudad de Buenos Aires. Ahora estamos trabajando en estas condiciones.

Una experiencia que se dio en plena crisis económica…

   La crisis económica nos ponía en una situación que, si perdíamos el trabajo, era muy difícil volver a insertarse en el mercado laboral. Una situación muy precaria. Había en aquel momento una situación de efervescencia social y movilizaciones, que nos animaba a hacer lo que hicimos, que era esta cuestión de ponerla a producir bajo nuestra gestión. Por suerte nos salió bien. Hoy día estamos trabajando y viviendo de esto.

¿Qué sucedió luego de la ocupación de la planta?

   Cuando ocupamos el taller nos ordenaron el desalojo. Era una situación de asedio legal a lo que estábamos haciendo; por eso buscamos la salida legal, que fue la expropiación. Por suerte tuvimos mucho apoyo de los vecinos de este barrio y muchos otros trabajadores. Con ese apoyo logramos que la situación se revirtiera y hay muchas anécdotas con respecto al apoyo que tuvimos. Gracias a la ayuda de mucha gente que pensó que era justo por lo que estábamos peleando, pudimos sobrevivir durante muchos meses sin contar con ingresos.

¿Cuántos trabajaban al momento de la quiebra y cuántos hoy?

   Al momento de quebrar la empresa habíamos quedado ocho empleados, que fuimos los que recuperamos este lugar. En el ’91, cuando entré a trabajar éramos dieciocho o diecinueve. Nunca fue un lugar muy grande y con la crisis se fue achicando. Ahora somos doce.

Hay una historia épica detrás de la impresión del primer libro. Contamos cómo fue.

   Por la orden de desalojo, que después se frenó, se mantenía una guardia permanente en toda la calle. Tenían la orden de no permitir que entraran ni salieran camiones de aquí. Teníamos un trabajo para sacar y no sabíamos cómo. El vecino nos dijo que hiciéramos un agujero en la pared, sacamos los libros por su casa y lo entregamos a tiempo. Era la situación extrema en la que estábamos, pero muestra cómo mucha gente se jugaba para que esto saliera bien. Creo que fueron dos mil ejemplares. Después tuvimos que seguir usando esa vía de escape para seguir trabajando de una manera muy dificultosa.

También les preguntaron por qué funcionaban las máquinas…

   Tuvimos que explicar que las máquinas estaban funcionando porque le hacíamos un mantenimiento para que no se estropearan. Dijimos que el mantenimiento era necesario e indispensable. De todos modos, es así, porque toda herramienta que no se usa se estropea.

¿Qué otras muestras de solidaridad tuvieron?

   Hay otras anécdotas. La energía, al momento de la quiebra, la habían cortado por falta de pago. Nosotros, con la plata que habíamos juntado, logramos arreglar con Edesur y reconectamos la energía. Era mucha plata y. en un momento dado, no teníamos con qué seguir pagando y la iban a cortar de nuevo. En ese momento, nos llega una carta de Estados Unidos de un estudiante que había estado unos días antes en el taller, comprando unos libros que había en stock. Nos había pagado con lo que nosotros dijimos que valían en Argentina, unos pesos. El nos dijo que esos mismos libros se los vendería en dólares a unos amigos y nos mandaría la diferencia. Nosotros pensábamos que fue un comentario, nada más. La cuestión es que nos llega la carta con un artículo que él escribió en una revista sobre las fábricas recuperadas. En el sobre viene el dinero con la diferencia que había logrado por la venta de los libros. Fue una cantidad importante, que nos permitió pagar la luz el mismo día en que vencía. Sin esa ayuda hubiera sido mucho más difícil.

¿De qué manera retribuyeron ustedes esas muestras de solidaridad?

   Aprendiendo de esto, cuando reabrimos la imprenta, decidimos abrir las puertas a todo aquel que quisiera visitarnos. En la planta superior inauguramos un centro cultural, donde funcionan talleres de serigrafía, teatro y fotografía. Además, hay espectáculos, obras de teatro y muestras.

   Hay un espacio destinado a un bachillerato popular para adultos, de tres años de duración. Es también una tarea militante. Es gratuito, pero no está bancado por el Estado.

¿Qué cosas cambiaron para los trabajadores a partir del paso de la gestión privada a la autogestión?

   Ya no hay nadie que nos dé órdenes. Tenemos que tomar decisiones, en forma colectiva y eso implica ponernos de acuerdo. Lo fuimos aprendiendo. Fue un shock y a los compañeros más viejos les costó más asumirlo que a los compañeros más nuevos. Pero, obviamente, como vos me decís, estamos en el marco de una sociedad capitalista y algunas decisiones que nos gustaría tomar, no podemos tomarlas. Por ejemplo, tener dos meses de vacaciones o ganar todo lo necesario para vivir. Nos pone el límite. Nosotros vivimos de lo que podemos vender, de los servicios que podemos vender de impresión. A veces estamos un poco mejor y a veces un poco peor, pero lo vamos resolviendo entre todos y entre todos vamos encontrando la solución en cada caso.

¿Cuál es en la actualidad la situación legal de la cooperativa?

   Desde 2004 hay una expropiación definitiva del lugar y la entrega a la cooperativa. De todas maneras, esa misma ley dice que la cooperativa debe reintegrarle al Estado el dinero que costó la expropiación, las indemnizaciones que tuvo que pagar. Hasta el momento, en este caso y en algunos otros, no fue llevado adelante. La Legislatura de la ciudad de Buenos Aires ordena al Ejecutiva llevarlo adelante. Por más que no lo haya hecho en los tiempos en que debería haberlo hecho, no tiene vuelta atrás. Desde el punto de vista legal estamos bastante tranquilos.

¿Tienen acceso al crédito?

   No existen líneas de crédito respaldadas en la producción. A esta propiedad no la podemos hipotecar ni prendar. Por lo tanto, el financiamiento hacia nosotros es limitado. Trabajamos con lo que tenemos. Por eso los plazos de pago que podemos brindarles a nuestros clientes son muy cortos. Trabajamos con pequeños clientes, que pagan al contado.

¿Qué esperan de cara al futuro?

   Esperamos consolidar este proyecto y tener mucho trabajo para poder darle trabajo a más compañeros, para que esto siga creciendo.

Autor: José Yapor

El mundo del acordeón y una tradición centenaria

El Museo Anconetani del Acordeón funciona en el barrio de Chacarita. Aída Aconetani relató la historia familiar, que se inició con la llegada al país de su abuelo Giovanni.

 

   El Museo Anconetani del Acordeón funciona en el barrio porteño de Chacarita, más precisamente en Guevara 478. En la recorrida, los ocasionales visitantes encontrarán instrumentos musicales, partituras, fotografías y otros objetos que documentan la historia de una familia, que comenzó a escribirse a partir de la llegada al país del inmigrante italiano Giovanni Anconetani.

   Su nieta, Aída Anconetani, cuenta a La locomotora del Oeste que “Giovanni llega de Italia luego de doce o catorce viajes como representante de la firma Paolo Soprano, una de las fábricas más importantes de acordeones del mundo. Primero viene como viajante trayendo acordeones y después se instala. En la provincia de Buenos Aires, en San Martín, instala su primer taller en lo que había sido un gallinero. Después en lo que es hoy Palermo Viejo, hasta que en el año 1918 compra aquí, en la calle Guevara 478, una antigua carpintería y la transforma en la fábrica de acordeones y la casa donde habita con su familia. En el trabajo colaboran su esposa, Elvira Moretti, y sus cinco hijos. La idea de este museo es rendir un tributo a ese fundador de la fábrica de acordeones y al trabajo de sus hijos que, a lo largo de tantos años, tanto han hecho por el desarrollo del acordeón en la Argentina”, enfatiza.

   Explica Aída que “la casa donde funciona el museo consta de varias habitaciones. En la primera vemos fotos familiares, la historia del fundador y partituras, porque ha sido compositor. Un invento que pertenece a los bajos del acordeón, por el cual de bajos sueltos se transforman en acordes. Se llama conversor. Tenemos también un acordeón con distintas partes materiales y una muestra de acordeones de todas las épocas. En esa primera sala también podemos apreciar cartas de clientes y fotos de antiguos acordeones”, detalla.

   “En la segunda sala está la réplica del taller de un luthier, donde se ven las herramientas, materiales y frentes de acordeones hechos en nácar y celuloide, de gran belleza estética –describe-. Después se pasa a un recinto donde hay fotos y un piano que perteneció a uno de los Anconetani. Allí se dan recitales, una cosa que acá en el museo hacemos frecuentemente. Después tenemos una sala con fotos de clientes de todas las épocas y otra donde tenemos unos instrumentos curiosos. Uno de ellos es una sinfonetta, que es como un bandoneón de mesa; también un armonio, una concertina y un acordeón eléctrico de grandes dimensiones. También hay fotos que representan toda la tarea que desarrollaron como orquesta característica los Anconetani, en los años ’60, ‘70 y ‘80. Eso es lo que se puede ver en nuestro museo”, comenta.

 

Tradición familiar

 

   Retomando la historia del fundador, Aída indica que “comienza trabajando solo y, a medida que fue necesitando ayuda, primero la logró de mi abuela. Ella siempre decía que lamentaba el día que dijo que lo podía ayudar. Quedó enganchada en la tarea en el taller. A medida que fueron creciendo sus hijos, uno a uno se fueron incorporando. Hay que entender que un taller de estas características, familiar, requiere de la colaboración de todos. Todos tienen que hacer alguna tarea y aceptar que está el que decide lo hay que hacer y los que hacen. Siempre hemos entendido esa forma de trabajar”, asegura.     

   Cuenta que “cuando vino la generación mía, tres mujeres, al principio no colaborábamos, pero a medida que fueron creciendo nuestros padres nos vinos precisadas a llenar algunos huecos que había que cubrir. Es así que dos de las tres trabajan en el taller y yo me ocupo de la parte contable. Después viene la generación de nuestros hijos. De una forma o de otra todos colaboran con el museo. Salvo uno de ellos, Nazareno Anconetani, que está en el taller. Los demás se ocupan del diseño gráfico, el mantenimiento de la página de Internet, grabaciones, sonido, etcétera. Se perfila ya otra nueva generación, que está ansiosa de ocupar su puesto en el trabajo familiar”, destaca.

   El taller sigue funcionando en el mismo lugar, “a pocos metros del museo, desde 1918”; “prácticamente las instalaciones y las máquinas son las mismas, porque no hay necesidad de incorporar mucha tecnología en un trabajo artesanal como el que siempre se ha hecho. Es un trabajo muy artesanal. Los acordeones que ha fabricado mi familia siempre fueron artesanales; nunca se hicieron en serie”, resalta Aída.

   Al ser consultada sobre los orígenes del museo, nuestra entrevistada recuerda que “comenzamos queriendo hacer un almanaque. Sacamos un montón de fotos y, cuando llegó el momento, era tanto el dinero que había que desembolsar que dijimos no. Se había desocupado esta casa y nos lanzamos a cumplir con el viejo anhelo de la familia, de hacer un museo. Una vez que nos lanzamos, la Dirección de Museos nos puso un museólogo que tiró por tierra con todo lo que habíamos hecho y le dio la idea de museo que tenía que tener”.

   De los hijos de Don Giovanni sólo queda Nazareno, baterista y acordeonista, en ese orden. “El dice que debería figurar en el Guiness, porque se inició a los cinco años y en este momento tiene ochenta y siete y sigue tocando la batería”, señala Aída. 

   Con referencia a los días y horarios de visitas, Aída Anconetani precisa que “estamos los martes y jueves, de 15 a 18:30, pero como tenemos el negocio a pocos metros, somos generosos y si viene alguien del interior, le hacemos la visita al museo. Por las características de este museo, la visita la tiene que hacer un miembro de la familia, porque cada objeto tiene su historia. Y quien mejor que nosotros para contar la historia”, concluye.

Autor: José Yapor

Los Abraham: del Líbano a Las Marianas

Máximo Abraham y Fatún Samad tuvieron dieciséis hijos, que continuaron con la tradición comercial de la familia en el rubro panadería.

 

 

   Ale Husain Obeid, anotado en el puerto de Buenos Aires como Máximo Abraham, llegó a la Argentina el 14 de enero de 1914 procedente de Bajún, poblado cercano a Trípoli -en el norte libanés-, a bordo de un barco que partió antes que el accidentado Principesa Mafalda.

   Nacido el 16 de marzo de 1900, Máximo se casó con María Josefa Sarlenga, con quien formó una numerosa familia que se completa con sus hijos Nélida, Abelardo, Mainardo, Elsa, Haydée, Delia, María Josefa, Máximo Alcides, Leonardo, Aldo José (‘Yeye’), Orlando Husain, Yamila, Roberto, Ulises Odubaldo y Zulma Nidia.

   El relato de la rica historia familiar, que tuvo como escenario principal la localidad de Las Marianas (Partido de Navarro), estuvo a cargo de María Josefa Abraham.

   “Mi papá llegó a América un 14 de enero de 1914 y cumplió los 14 años el 16 de marzo –puntualiza María Josefa-. Vino solito y acá lo esperaban dos hermanos de mi abuelo. Cuando llegó, mis tíos le tenían preparado el fardo con ropa para que saliera a trabajar. El contaba que dejó su equipaje a un lado, hasta que los encontrara en el puerto, y cuando lo fue a buscar no lo encontró. Se lo habían robado o equivocaron el equipaje, pero no lo encontró”.

   Relata María Josefa que su padre “a los 19 años se pone de novio con mi mamá, María Josefa Sarlenga, nacida en Chacras de Lobos. Mi abuelo vivía en un puesto donde hacían chacra y ella le ayudaba. Vinieron al pueblito de Las Marianas y ahí se conocieron. Con uno de los tíos tenía más afinidad. Hablaban de negocios y progreso y pusieron una panadería en sociedad. Mi papá compró maquinaria y él le dio la casa. Empezó a trabajar en panadería. No dejó el negocio de ropa. Después compró un camión y empezó a comprar frutos del país, como cerda, lana y cuero. Seleccionaba todo en casa, se trabajaba y se mandaba todo a plaza, a Buenos Aires”, recuerda.

   A diferencia de muchos otros paisanos, don Máximo regresó a su tierra tras el paso de algunos años. “Viajó al Líbano con mi mamá y el menor de mis hermanos, Ulises. Mi hermanito estuvo muy mal, nunca supimos por qué, y no quiso dejarlo aquí en la Argentina. Regresaron, vio a sus hermanos allá, después sus hermanos vinieron a visitarlos y tengo el nombre de uno: Mohamed Elgul Obeid, hijo de una hermana de mi papá”, cuenta.

   “Mi abuelo era califa o sheik de las aguas territoriales; tenía un alto cargo en el Líbano. No sé con qué vecino hubo un problema con las aguas. Creo que una vez le pasó algo raro a mi papá y, para que no pasara a mayores, mi abuelo lo mandó a América con los hermanos que estaban acá”, refiere.

   María Josefa evoca los tiempos en que su padre salía a vender con el fardo al hombro por poblados del oeste bonaerense. "En el pueblo Las Marianas agarraba por las vías. Salía con sus fardos y entraba donde encontraba un pueblito. Con el fardo al hombro llegaba a Henderson, en la línea del ferrocarril Belgrano. Lo hacía todo caminando”, asegura.

 

Dos banderas

 

   “En la panadería y en la tienda ponía la bandera argentina y la bandera árabe, con la estrella y la media luna blanca –enfatiza-. Ahora se suplantó por el cedro. Mi hermana conserva la bandera allá, en Las Marianas. Está todavía la panadería primitiva. De esa panadería salieron panaderías para Almeyra, Navarro, Carmen de Areco y Chivilcoy. Mi hermano falleció, pero está la señora con uno de los nietos trabajando en la panadería. Es en la calle 28 al 130. Todos los negocios se llaman ‘El Porvenir’ y todos hacen un pan especial”, destaca.

   La familia desembarcó en Chivilcoy para abrirse nuevos horizontes y para que sus hijos pudieran estudiar. “Las chicas de mi hermana querían estudiar y en Las Marianas no había. Tenían que viajar a Navarro o algo así. Una familia amiga de Las Marianas que estaba en Chivilcoy, les dijo que acá había escuelas y se vinieron a estudiar. Llegamos a Chivilcoy por eso. Cuando cerraron el ferrocarril, tuvimos que emigrar nosotros. Fuimos hasta Margarita, en el Chaco santafesino. Allá teníamos colegio para Walter en Calchaquí y para la nena no sé en qué otro lado y de tarde. Y nos vinimos a Chivilcoy”, explica.

   Por último, afirma que “en Las Marianas no había familia que no fuera propietaria de su casa. Era un pueblo de campo donde todos los días iban tres trenes para la Capital y otros tres volvían. Cuando sacaron el ferrocarril se vino abajo”, concluye.

   María Josefa Abraham está casada con Héctor Aníbal Díaz. Sus hijos son Walter y Alejandra Díaz.

Máximo Abraham y Fatún Samad tuvieron dieciséis hijos, que continuaron con la tradición comercial de la familia en el rubro panadería.

Autor: José Yapor

“Atendíamos a la gente a cualquier hora”

Enzo Ponziani recordó sus años de trabajador ferroviario en Moquehua, cuando “la estación estaba las veinticuatro horas abierta, con los tres turnos cubiertos”

 

   La de Enzo Ponziani, vecino de Moquehua, es una historia marcada por su condición de trabajador del Ferrocarril Central Buenos Aires, denominado General Belgrano luego de su nacionalización. Aquel de trocha angosta que, partiendo de Estación Buenos Aires, surcaba la Pampa Húmeda en dirección al oeste, hasta la localidad de Patricios, en el Partido de 9 de Julio.

   Enzo nos cuenta que “era auxiliar en la estación y estuve 20 años en Moquehua. Vine en 1957. Se trabajaba muchísimo en boletería, encomiendas, carga de frutillas, gallinas, huevos y pollos. La teníamos bien arregladita. Tanto el personal de oficina como el de playa cumplía con sus obligaciones y lo hacíamos bastante bien, dentro de nuestras posibilidades. La gente no quedó disconforme con nosotros. Cuando andamos caminando por el pueblo nos saluda todo el mundo. Quiere decir que mal no nos portamos con Moquehua. Atendíamos a la gente a cualquier hora. La estación estaba las veinticuatro horas abierta, con los tres turnos cubiertos”, recuerda.

   Repasa su derrotero dentro de la empresa ferroviaria: “Primero estuve en Pla, partido de Alberti, donde conocí a mi señora, Griselda Ester Di Santi. De ahí fui a Plommer, sobre la línea a Rosario, una estación tremenda para trabajar, porque se trabajaba con el intercambio Midland-Compañía General. Todo pasó a ser General Belgrano con la nacionalización. Era cuestión de números y números. A todo tren que entraba había que tomarle el número de los vagones. Por ejemplo, a veces había que dejar veinte vagones para la segunda sección, que era el Midland. Las encomiendas y las cargas se transbordaban también ahí. Había personal suficiente, pero había que tener mucho cuidado, porque se caminaba de noche. (Una vez) Encontramos un vagón abierto faltándole mercadería, hasta que se localizó a la persona que había hurtado ese vagón. Venían trenes de hacienda, por lo general del Midland, con cuidadores de sus animales. A lo mejor venían ocho o diez jaulas de un despachante, con destino a Mataderos. Llevaba un cuidador con una picana eléctrica para levantar a los animales caídos. Les sabíamos dar una cama y un colchón para que durmieran en la estación, porque no había jefe”, añade.

 

El comienzo del fin

 

   Con sabor amargo, Ponziani relata que “así fue pasando el tiempo, hasta que en 1961 se produce la clausura de los ramales. La Unión Ferroviaria decretó paro por tiempo indeterminado y ahí no había arreglo. Fueron al despacho del ministro Acevedo y, mientras los dirigentes de la Unión Ferroviaria hablaban, él les daba la espalda y miraba por la ventana la calle. Les dijo: ‘Mientras no levanten el paro no estoy dispuesto a escucharlos’. Los dirigentes le dijeron que lo levantarían siempre y cuando dieran marcha atrás con la clausura de ramales. Y el ministro les contestó: ‘Esa determinación está tomada, el Plan Larkin está en funcionamiento y seguirá hasta las últimas consecuencias. Y efectivamente, se fue incrementando cada vez más, con mil kilómetros en un ramal, dos mil en otro y así fue que sacaron diez mil kilómetros de vías. Cientos y cientos de pueblos quedaron a la vera del camino, sin el ferrocarril que era el salvoconducto para que los pobladores viajaran barato, a veces con atrasos, pero siempre se llegaba, principalmente cuando llovía”, destaca.

   Apunta que “en el ’61, iban treinta días de paro y la huelga no se levantaba. Ni la Unión Ferroviaria ni el gobierno aflojaban. Le digo a mi señora: ‘Vieja, vamos a tener que irnos a Pla a ver si podemos hacer la cosecha en lo de Klein’. Yo tenía muchísimos muchachos conocidos. Un sábado fuimos y hablé con el encargado. El lunes empezaba la cosecha. Le pedí trabajo y me dijo que el lunes, antes de las seis menos veinte había que estar antes de la campana. Cuando se levantó la huelga, le dije a uno de los hijos de Klein que debía volver a Moquehua para trabajar en el ferrocarril. Me dijo que pasara por el escritorio a la tarde para que me liquidaran los jornales. Me acuerdo que en el ferrocarril ganaba 1.400 pesos y, en lo de Klein, por diez días, me pagaron 3.800 pesos. Era un platal. Le dejé un poco de plata a mi suegro, porque habíamos estado diez días comiendo ahí mi señora, mi hija mayor y yo. Nos vinimos a Moquehua y retomamos la rutina”, agrega.

   Después de todo aquello, comenzó la debacle de la industria del riel. Enzo lo traduce en palabras: “Algunos trenes de hacienda ya no venían más y de carga prácticamente no corrían. Empezaron a correr los trenes del levante, que eran los que traían los rieles, durmientes y señales del ramal Victorino de la Plaza. Así fue cayendo nuestro ferrocarril. Quedó menos gente; sacaron a los cambistas, que son los que trabajan en la playa haciendo maniobras. Quedamos nosotros en la estación, tres empleados que hacíamos todo, de auxiliares y de cambistas también. La limpieza también la hacíamos nosotros”.

   Aunque no pierde las esperanzas, confiesa que ve muy difícil que algún día el tren vuelva a correr por las desoladas vías y explica que “hasta Patricios está todo íntegro, galpones y rieles. Todo bajo yuyos, por supuesto. Para ponerlo en servicio habría que limpiarlo con máquinas modernas y asentarlo bien”, concluye.

Autor: José Yapor

El corazón de Néstor

Al compañero Néstor Kirchner


El corazón de Néstor late fuerte

y se proyecta en cósmica figura;

aunque es gigante crece en estatura

y en parada feroz vence a la muerte.


En rítmico galope sus latidos,

navegan hacia el alto firmamento

y con acento austral corteja el viento,

el canto terrenal de un pueblo vivo.


Y en el áureo paisaje su guapeza

pasea entre los astros luminosos;

y cual volcán en llamas, desafiante,


en patriótica gesta militante,

el corazón estalla victorioso

y los astros… admiran su grandeza.


José Yapor (1/12/10)

El país de Cecilia y Braian

   Cecilia Mendive es doctora en química. Obtuvo su título en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, en 2001, en medio de la crisis más profunda que recuerda el país en las últimas décadas. Ante la falta de horizontes, dos años después decidió emigrar a Alemania.

   En 2009, la embajada argentina en Berlín le propuso a ella y otros científicos regresar al país. Un año después, Cecilia volvió y en la actualidad se desempeña en el Departamento de Química de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Su área de investigación es la fotónica, especialidad que podría reemplazar a la electrónica.

   Braian Toledo es un joven de dieciocho años, nacido y criado en un hogar humilde de la localidad bonaerense de Marcos Paz. Es deportista especializado en lanzamiento de jabalina. En 2009, en Italia, participó en el Mundial organizado por la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo, donde alcanzó el tercer puesto. En 2010, fue campeón olímpico en los Juegos de la Juventud, realizados en Singapur. Este joven talento, que comenzó a escribir su historia grande en los Torneos Evita, percibe una beca del Estado.

   En estos días de campaña electoral, ambas historias trascendieron en las propagandas televisivas del oficialista Frente para la Victoria.

   Allí, Cecilia asegura que “un país puede sufrir una fuga de cerebros, pero nunca una fuga de corazones” y Braian, por su parte, explica que aprendió de su madre que “si no te esforzás, es difícil lograr algo”.

   Dos historias que hablan por sí solas de los profundos cambios que se produjeron en la Argentina a partir del 25 de Mayo de 2003. La primera, relacionada con la revalorización de la ciencia y la tecnología; la segunda, con el rescate de la cultura del trabajo, la inclusión social y el fomento del deporte. Ambas historias tienen un punto de convergencia fundamental: la recuperación del Estado -y de la política, claro- como herramientas insustituibles para la transformación de una sociedad.

   En el campo de la ciencia, las políticas de Estado sostenidas a lo largo de estos años hoy muestran importantes resultados, como el retorno de más de ochocientos científicos, a través del Programa Raíces; la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva; el aumento presupuestario; la creación del Polo Tecnológico Constituyentes; la reactivación del Programa Nuclear con fines pacíficos; la reciente inauguración del Polo Científico de Palermo; el aumento en la cantidad de becarios e investigadores; la puesta en funcionamiento de la central Atucha II; el lanzamiento del satélite Sac D-Aquarius y la reapertura de la planta para enriquecer uranio en Pilcaniyeu (Río Negro).

   En el campo del trabajo y la inclusión social, sobresalen la creación de más de cinco millones de empleos; la reapertura de las paritarias; el respaldo a las empresas recuperadas por sus trabajadores; la creación de cooperativas por el programa Argentina Trabaja; la Asignación Universal por Hijo; la Asignación Universal por Embarazo; el combate a la informalidad laboral; los múltiples planes de capacitación de mano de obra y la construcción de importantes obras de infraestructura básica: viviendas, agua potable, cloacas y pavimento.

   La historia de Cecilia es común a la de cientos de colegas suyos que en estos años decidieron volver, pero al mismo tiempo un mensaje para tantos jóvenes que están por ingresar a las universidades o a punto de egresar de ellas, para quienes Ezeiza ya no es la única salida, sino, en todo caso, tan solo una opción entre muchas otras.

   La historia de Braian es la de tantos pibes que, entre gambetas, pedaleadas o maratones, sueñan con ser campeones algún día en lo suyo. Tal vez lo sean (ojalá) o tal vez no, pero eso es accesorio. Lo principal es que crezcan bien alimentados, tengan acceso a la salud, puedan ir a la escuela, compitan sanamente y tengan posibilidades de proyectar sus vidas y realizarse en un país que los valora y protege.

   Ambas historias invitan a pensar que todavía quedan muchos científicos por repatriar y muchos pibes por incluir, pero, a su vez, muestran un claro contraste con aquella Argentina que prescindía de la materia gris de sus investigadores y excluía a la mitad de la población.

   En pocos días, esos dos modelos de país estarán frente a frente en las urnas y será el pueblo, una vez más, quien decida el rumbo de los próximos años. Un debate tan necesario como saludable, que también involucra las cuestiones locales. Es en este marco donde el electorado definirá qué Chivilcoy quiere para el futuro: si el de las grandes obras de infraestructura, las radicaciones industriales y el aumento de la oferta educativa; o el de las propuestas inconsistentes y la oposición por la oposición misma.

   La historia reciente entregó una postal bien ilustrativa de este gran debate nacional entre dos modelos, al que hoy asiste nuestro pueblo: con diferencia de pocas horas, el mismo día en que la diputada duhaldista Graciela Camaño le propinó una trompada a su par kirchnerista Carlos Kunkel, la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, inauguraba la Universidad Nacional “Arturo Jauretche” en Florencio Varela, allí, en el sur profundo del conurbano bonaerense.

   Pocas veces tan visible. Nunca tan claro.

   Esta reflexión cobra una vigencia especial en nuestros días.

 

Autor: José Yapor